Tú eres mi refugio: me proteges del peligro, me rodeas de gritos de liberación. Tengo una predilección especial por el salmo 32.  Una mañana, este salmo se me manifestó con una luminosidad extraordinaria.  Un hombre angustiado me pidió que lo atendiera: su esposa y sus hijos lo habían abandonado por sus infidelidades matrimoniales y por sus borracheras.  Había vivido una noche horrible en la soledad de su casa; hacia las dos de la madrugada, comenzó a escuchar una voz insistente que le decía: “Lee el salmo 32”.  Aquel hombre nunca leía la Biblia.  Como era tan insistente la voz que escuchaba en su interior, fue a buscar una Biblia entre todos los cachivaches de su casa; al fin la encontró.  Aquel hombre me decía: “Este salmo me ha expuesto exactamente lo que yo soy”.  Los dos juntos abrimos la Biblia, y comenzamos a leer los primeros versos: ”Bienaventurado el hombre a quien sus culpas y pecados le han sido perdonados por completo...”.(vv. 1-2).

 

Este salmo se inicia con la palabra “bienaventurado”, que, en la Biblia, significa feliz, dichoso.  El libro de los Salmos muestra concretamente que, al ir por el camino de Dios, se recibe gozo, felicidad.  Jesús, al iniciar a exponer su programa de vida, comienza diciendo: “ Bienaventurados”.  Jesús promete felicidad al que va por el camino que él señala.    Toda la Biblia fue revelada para indicar el camino de la Bienaventuranza.  De la felicidad, que se inicia aquí en la tierra para los que van por el camino de Dios, y que se perpetúa en la eternidad dichosa. David indica muy bien que para que haya paz en el corazón, es requisito indispensable sentirse “perdonado”.  Una traducción dice :“Feliz el hombre a quien su pecado ha sido sepultado”.  El perdón indica sepultura de todo pecado.  Ya no existe para él el pasado negro del individuo.  Por eso el que ha sido perdonado, ya no se siente “acusado” por Dios.  Sabe que sus pecados han sido borrados del libro negro de Dios.

 

Yo le decía al hombre angustiado, que tenía ante mí: “Seguramente usted no es este hombre feliz del que habla el salmo”. “No, por supuesto -me respondió él. Siga leyendo: ahora viene lo mío”. Seguimos leyendo: Mientras no confesé mi pecado, mi cuerpo iba decayendo por mi gemir de todo el día, pues de día y de noche tu mano pesaba sobre mí. Como flor marchita por el calor del verano, así me sentía decaer. (vv. 3-4). Es difícil hallar otra descripción tan extraordinaria acerca de los nefastos efectos del pecado en una persona.  David describe magistralmente su situación espiritual y psicológica cuando vivía en adulterio.  Los psicólogos nos hablan de enfermedades “psicosomáticas”: enfermedades físicas que tienen su origen en el espíritu.  El alma enferma se proyecta en el cuerpo y lo enferma también.  David recuerda que, durante su pecado, él se sentía “desfallecer”, gemía día y noche: una depresión terrible.  Pero lo peor del caso era que “sentía que la mano de Dios pesaba sobre él” (v. 4).  Sabía que se había apartado de Dios.

 

San Pablo escribió: “No entristezcan al Espíritu Santo” (Ef 4, 30). El Espíritu Santo en nosotros se “entristece” cuando hay ofensa a Dios en nuestro corazón.  La tristeza del Espíritu Santo se traslada a nuestro espíritu.  Es el método del Santo Espíritu para “convencernos de pecado”.  Alegría y pecado no pueden convivir en un mismo corazón. El hombre que estaba ante mí, al oír la descripción que David hacía de su situación espiritual y psicológica de pecador, me decía: “Ése es mi retrato”. Yo añadí: “Pero el salmo todavía no ha concluido: vea lo que viene para usted”. Con emoción y humildad, David relata cómo logró salir de su depresión espiritual por medio de la confesión de su pecado.

 

El testimonio de David es una joya como testimonio de lo que implica la confesión de pecado para ser liberado de sus nefastos efectos. Dice David: “Pero te confesé sin reservas mi pecado y mi maldad: decidí confesarte mis pecados, y tú, Señor, los perdonaste…Tú eres mi refugio: me proteges del peligro, me rodeas de gritos de liberación” (vv. 5-7).

 

Si confesamos nuestros pecados, fiel es Dios para perdonarnos. | BSCAM Muy claro: mientras David retuvo su pecado, la tristeza destrozaba su corazón.  Todo el proceso de conversión se inició con un “reconocimiento” de su situación. Dice el salmista:“Decidí confesarte mi pecado” (v. 5b).  19).  Cuando tomó la decisión de confesar su pecado ante su padre, ya se había iniciado la rehabilitación del hijo pródigo. La confesión de David fue provocada por una gracia especial de Dios, como siempre sucede con todo el que confiesa sus pecados.  El Señor le envió al profeta Natán para que le echara en cara al Rey su hipocresía de estar viviendo una doble vida.  El rey hubiera podido despedir inmediatamente al profeta que se atrevía en nombre de Dios a quitarle la máscara.  Pero no fue así.  David cayó de rodillas, llorando su pecado, pidiendo perdón a Dios.  El profeta, en nombre de Dios, le aseguró el perdón.

 

Apenas David abrió las compuertas de su corazón para que saliera a torrentes, como sus lágrimas, el agua sucia de sus pecados, comenzó a experimentar la paz de Dios: ya no sentía la mano de Dios que pesaba sobre su cabeza; ya no se sentía como flor marchita en el desierto.  Ya no gemía de dolor, sino de emoción, de gozo.  En David, se cumplió lo que escribe san Juan: “Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn 1,9).  En el libro de Proverbios se lee: “El que encubre su pecado no prosperará; mas el que lo confiesa y se aparta de él alcanzará misericordia” (Prov 28,13).  Lo prometido en la Biblia, se estaba cumpliendo al pie de la letra en David.

 

Lo mismo que le sucedió a David, lo vi en el hombre que había venido a confesarse.  Al oír lo que el salmista narraba acerca de su confesión, aquel hombre atribulado, también pidió que recibiera su confesión.  Una larga confesión de toda su vida.  Al concluir estaba llorando impetuosamente.  Pude apreciar un cambio instantáneo en su personalidad.  Se había ido la angustia.  Había gozo, esperanza, propósito sincero.  No era algo puramente psicológico.  Allí se apreciaba la mano de Dios: algo sobrenatural.

 

El hombre angustiado y abrumado, que se me presentó aquella mañana para confesar su pecado, me volvió a encontrar mucho tiempo después. “¿Me reconoce?”, me preguntó.  Me quedé viéndolo en silencio. No sabía quién era. Él se adelantó y me dijo: “Yo soy el del salmo 32”.  Nunca más se le va a olvidar a aquel hombre la voz de Dios, que a las dos de la madrugada lo impulsó a leer el salmo 32 para su conversión.  Nunca más lo olvidará en su vida.  Tampoco yo.

 

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