las manifestaciones de agresividad pueden ser superadas con un poco de sano humorismo. La conquista más grande de la sociedad debería ser la capacidad de convivir. Pero aún estamos lejos de esa meta. Nos descubrimos dolorosamente influidos por la violencia, física o verbal: por la calle, en la política o en nuestro lugar de trabajo, en el descanso de la escalera e incluso en nuestra propia casa.

En la televisión y en Youtube, la violencia es un espectáculo cotidiano, tanto que alguien comienza a pensar que la agresividad es un instinto de los seres humanos. Si esto fuera verdad, sería imposible eliminarla. En realidad, la persona humana puede tomar decisiones diametralmente opuestas a lo que definimos como instinto. Por tanto, la agresividad, raíz de casi todas las formas de violencia, puede ser eliminada. Se trata, entonces, de un problema “educativo”. Los padres deben tener clara la galaxia de causas que provocan consecuencias agresivas y destructivas, haciendo a la persona incapaz de convivir. Para muchos, las causas principales de la agresividad son la cólera y la ira. Pero éstas son, en realidad, solamente síntomas del profundo malestar que engendra violencia. Las raíces más profundas son el odio, la rivalidad, la frustración, la inseguridad: todo esto provoca una constante inseguridad, que se ve agravada cuando la autoestima es poca.

Una imagen positiva de sí mismo y una autoestima equilibrada que permita mantenerse estable sin depender de críticas o juicios de los demás, son elementos fundamentales de una correcta educación. La tarea no sería tan difícil, si incluso los mejores padres no tuvieran que lidiar con lo que es el verdadero motivo desencadenante del actual clima agresivo: la adaptación al sistema dominante. La mentalidad dominante invade a nuestros hijos con tentáculos irresistibles, sobre todo la presión de sus coetáneos, más fuerte que los más sofisticados medios de comunicación. Nuestro sistema social está fundado sobre el predominio del poder – en especial económico – sobre las relaciones afectivas. Lo importante no es vivir en un clima de amor, de confianza, de generosidad, sino poseer los medios que nos permitan dominar a nuestros semejantes.

Éste es el hábito que, desde el primer día de vida, influye en la evolución de cada ser humano. La adaptación al sistema produce una enfermedad: la disolución de la personalidad, que provoca una situación de debilidad, de falta de confianza en sí mismo y, por lo tanto, la necesidad de una continua búsqueda de seguidores provenientes del exterior de uno mismo. Quien no encuentra dentro de sí motivos válidos para la autoestima, debe buscarlos fuera de sí mismo, en aquellos símbolos que la cultura propone como signos de respetabilidad, fuerza, valentía, poder, etc. De este tipo de frustraciones nacen otros sentimientos: la envidia hacia quien ha obtenido un éxito superior al nuestro; la vanidad de ostentar los símbolos de poder conquistados; los celos hacia quienes podrían robarnos o talvez amenazar nuestra posesión; el miedo a los otros, en cuanto potenciales enemigos, y, acechando siempre, la traición.

No se necesita una particular agudeza para individualizar los rasgos característicos de esta realidad: competencia y rivalidad, culto del éxito, búsqueda del poder, conquista de la riqueza o por lo menos de sus símbolos. De aquí se derivan, por un lado la religión del dinero y por el otro la perenne inseguridad del miedo. También por esto se multiplican los “pequeños tiranos”. Así nuestro prójimo se convierte en alguien que debemos superar y del cual nos debemos defender: en un enemigo. Si quisiéramos analizar sinceramente nuestras acciones de cada día, descubriremos –ojalá con tristeza- que muchas de ellas provienen más de impulsos de agresión o de defensa, que de amistad. El hacer carrera, el alcanzar posiciones de dominio, la conquista de objetos que sean símbolos de rango y de poder, la acumulación de riqueza: son todas acciones que revelan una inversión de valores. Y en el revés de la medalla están las personas que hemos destruido, humillado o robado; aquellos que buscamos dominar, que ubicamos en un rango inferior y de cuya riqueza nos hemos aprovechado, de un modo u otro. Hasta los pequeños prepotentes de la escuela primaria piensan: “Si me temen, quiere decir que valgo”.

¿Qué se puede hacer a nivel educativo? El objetivo es, ciertamente, conquistar la capacidad de convivir, eliminando las causas de la agresividad y lograr que todos aprendan a controlar la violencia. Y esto no se consigue con reglamentos, ni con la asimilada disciplina, ni con las prédicas. Y ni siquiera con la fuerza pública. La censura, la represión y el autoritarismo sólo provocan nuevos resentimientos, muy peligrosos.

Ciertamente, un poquito de “agresividad” puede ser útil, en la medida que sirva para estimular a los muchachos a dar lo mejor de sí. Pensemos en una sana competición deportiva o en comportamientos que favorecen la tenacidad o la perseverancia. En otras palabras: una cierta dosis de “agresividad” puede construir un recurso educativo que, administrado con medida, ayude a la realización de sueños y proyectos. Por supuesto, es necesario establecer una relación equilibrada entre las propias necesidades y las de los otros, y no olvidar nunca el respeto debido a cada persona.

Algo que seguramente constituirá una ayuda muy útil para resolver el problema de la agresividad, es el intento por desarrollar la capacidad de plantarse con mayor tranquilidad y calma frente a las situaciones y los problemas. Esto puede lograrse si se recurre a los siguientes instrumentos: la verbalización de los momentos de irritación para comprender mejor las sensaciones negativas y poder reelaborarlas adecuadamente; la disponibilidad de resolver los conflictos negociando puntos de vista y exigencias individuales; la paciente búsqueda de un camino de salida en los conflictos, sin vencidos ni vencedores.

Finalmente, es importante subrayar que las manifestaciones negativas de agresividad pueden ser superadas con un poco de sano humorismo. No la risita que destruye la autoestima o intenta superficialmente eliminar todas las tensiones, sino la capacidad de mirar una situación desde otra perspectiva, para constatar como a veces, se pierde el sentido de las proporciones. Una buena carcajada, cuando nace de dentro y, sobre todo, cuando es compartida, resulta siempre liberadora: el corazón se aligera de sus miedos y la mente se purifica de pensamientos negativos.
Lo esencial será conquistar un cambio profundo de nosotros mismos y, sobre todo, una sincera revisión de nuestro sistema de valores. Los cristianos saben bien lo que se debería hacer, aun cuando en los tiempos que corren, esto implique un esfuerzo titánico. Lo ha declarado con mucha claridad el Jesús de las Bienaventuranzas: “bienaventurados los pobres, los mansos, los misericordiosos, los puros de corazón, los que trabajan por la paz…

Compartir