En familia 2

Suena duro, e instintivamente uno se resiste a educar a sus hijos para que pierdan. ¿Quién en su sano juicio va a querer tener un hijo perdedor?

Suena duro, e instintivamente uno se resiste a educar a sus hijos para que pierdan. ¿Quién en su sano juicio va a querer tener un hijo perdedor?

Pero, al detenerme a pensar mejor en el asunto, me doy cuenta de que la palabra está bastante denigrada y que ser perdedor no se trata de algo bueno o malo, sino simplemente de algo que nos ocurre a todos más de una vez en la vida. Es una probabilidad real, un lugar en el que ya hemos estado varias veces.

Y el siguiente pensamiento es: si se trata de algo inevitable, ¿por qué no preparar a mi hijo para eso?

Quizás tenemos demasiado miedo a perder. Es verdad que uno se desilusiona y entristece cuando pierde, uno la pasa mal, muy mal. Pero también es cierto que lo que se aprende y fortalece con cada pérdida es invaluable. En verdad, invaluable.

Esto no es una apología al fracaso. No, nada que ver. Decir que eduquemos a nuestros hijos -e incluso nos eduquemos a nosotros mismos- en el arte de perder es algo muy diferente. Lo que quiero decir es que tenemos que aprender a dar validez a los triunfos de los demás, que tenemos que estar preparados para cuando las cosas no nos salgan bien o no sean como queremos, porque si no lo estamos, nos va a costar mucho dejar ir la frustración, aprender y levantarnos del fracaso. Siempre vamos a estar rumiando contra los que consideramos ineptos, se atravesaron en nuestro camino y nos lo echaron a perder.

Saber perder nos libera de los egoísmos, nos hace generosos y nos granjea mejores relaciones sociales. Un ejemplo: si en un torneo deportivo el que se siente perdedor pierde el control y agrede al que un marcador dio la victoria, entonces se empaña el sabor de la victoria, y el sabor de la derrota se hace más amargo de lo que en verdad es. En cambio, si somos capaces de reconocer que el otro hizo los méritos necesarios para el triunfo y que eso no tiene que ver con nuestra capacidad o valor, podremos estrechar manos, aplaudir y luego aprender en qué fallamos para intentarlo mejor la próxima vez. Quizá también podamos reconocer que, aunque le faltaron méritos, la suerte lo arropó y le fue mejor que a mí. Pero eso también nos libera.

Perder no nos pone en peligro, no atenta contra nuestra capacidad e inteligencia, no nos hace mediocres o débiles. Aprender a perder nos ayuda a fortalecernos, a ser mejores amigos, hermanos, esposos, compañeros... personas. Perder es solamente parte del juego. Nada más.

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