En familia 2 En algún sitio del inmenso lugar llamado internet, leí hace un tiempo las conmovedoras palabras de una madre estadounidense cuyo hijo adolescente había muerto por una sobredosis.

Recuerdo que fue sobrecogedor leer cómo esa madre confesaba en una de las secciones de The Huffington Post que el problema de su hijo con las drogas se había colado en su vida de la manera menos amenazante posible: el niño, desde el comienzo de su edad escolar, fue medicado para tratar su déficit de atención.

La madre del relato decía que su hijo se había metido en problemas con esos medicamentos en la escuela, que los vendía y llegó a descubrir que se había convertido en una especie de “dealer”, ya que tenía el privilegio de poder comprar este tipo de medicamentos controlados, debido a su diagnóstico médico. Reconocía que su hijo no era un ángel, pero defendía el buen corazón de su muchacho y se atrevía a desafiar a los lectores que despotricaban contra su hijo.

Hablaba como una madre que conoce a su hijo con sus luces y sus sombras. Y también alertaba sobre algo importante: la familiaridad con la que metemos medicina a nuestras casas, a nuestros hijos y la manera en que les inculcamos que para cada estornudo hay un medicamento a tomar. ¿Qué tan inofensivo o saludable puede ser esto? Supongo que cada quien sabrá las reglas que funcionan en sus propios hogares y si eso amerita alarmarse. Sin embargo, me parece sabio reflexionar sobre los mensajes que damos a nuestros hijos con este tipo de situaciones. En el caso que les cuento, el mensaje que se había instalado en la mente del joven parece claro: las medicinas, los químicos, no son algo de cuidado ni de respeto o mucho menos exclusivo de médicos. Están a nuestro alcance y podemos consumirlos cuándo y cómo decidamos.

Sobre el polémico déficit de atención
Desde mi perspectiva de lectora curiosa, madre y periodista, puedo decirles que el déficit de atención es un trastorno relacionado con la impulsividad, falta de atención e hiperactividad. Sus detractores dicen que es algo inventado para hacer millonarias a las farmacéuticas con la venta de los medicamentos y que los maestros y algunos padres abusan del tratamiento y su diagnóstico porque es más fácil educar y trabajar con niños adormecidos por la medicina. Sus defensores aseguran que es un trastorno no comprendido en su totalidad, que sí existe y que más o menos en un 80% de los casos la medicación les permite adaptarse a las exigencias y les ayuda a desenvolverse adecuadamente en los estándares sociales y escolares.

También están las posturas medias que no desacreditan el trastorno, pero consideran que su diagnóstico debe ser exhaustivo y que la medicación no es la única salida para el mismo. Consideran que la terapia puede ser de gran ayuda para que quienes lo tengan puedan aprender a conocerse, a no depender de un fármaco y a desarrollar habilidades para manejar su condición. Todo esto exige gran esfuerzo para padres y educadores porque se trata de acompañamiento y dedicación de todos los involucrados.

De mi parte y para mi gaveta personal, puedo concluir que cada día aprendo que las decisiones que afectan la vida de mis hijos tengo que tomarlas con la seriedad que ameritan porque, por muy sencillas que parezcan, están definiendo la manera en que enfrentarán la vida.

No hay excusa para no informarse, y tampoco hay excusa para no aceptar a nuestros hijos con sus luces y sus sombras. Y lo más importante: recordarme que el trabajo de los padres es como el de los agricultores: cuidar y preparar el terreno para que los hijos puedan dar sus mejores frutos.

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