DSC 6590 Después de tantos años de trabajar pastoralmente entre los indígenas qeqchí las sorpresas siguen presentándose. De repente he comenzado a captar con más claridad la riqueza profunda de la espiritualidad de este pueblo.

No me atrevo a afirmar cuál sea mejor, si es que hay una mejor que otra. Pero que nuestra espiritualidad occidental sea totalmente distinta a la indígena, me está resultando cada vez más patente. La occidental es más doctrinal, cerebral, conceptual. La indígena es más expresiva, cordial, efusiva.

Los indígenas aman las flores. Pero no florecitas primorosas. Rodean el altar con racimos de flores. Entre más, mejor. Y candelas chicas y grandes, abundantes: unas alrededor del altar, otras sostenidas en la mano. Además, el incienso quemado con profusión tal que suben nubes olorosas.

Las iglesias están pobladas de santos. Santos no decorativos sino presencias reales. Hay que visitar a los santos, hablar largamente con ellos en actitud extática y depositar una limosna u ofrecerle una comida.

Las procesiones son un elemento grandioso en la piedad qeqchí. Procesiones lentas, solemnes, serias. Sobre todo, en semana santa, las imágenes de Jesús o de María llevadas en andas gigantescas portadas por una cincuentena de cargadores revestidos de túnicas casi monásticas al ritmo de poderosas bandas musicales. La procesión puede durar horas bajo el sol que no altera los rostros severos de los portadores.

El agua bendita es muy apreciada. Hay que bendecir todo: vehículos, medallas, casas, niños, enfermos, biblias, cumpleañeros, cuadros religiosos, difuntos... Entre más agua se esparza, mejor. En las aldeas, al final de la misa viene la bendición de recipientes pequeños y grandes llenos de agua, sobre todo en el tiempo de la siembra del maíz.

Cada casa tiene su altar con varios santos de bulto o de cuadro. Están las casas de los cofrades que alojan estatuas de tamaño natural. Es una alta distinción tener bajo su cuidado esas grandes estatuas de Jesús o de María o de algunos santos insignes.

Las ceremonias religiosas no tienen reloj. La celebración es pausada, formal; una experiencia casi mística. El contacto con lo divino se vive visceralmente. A un cierto momento la asamblea entra en oración colectiva, espontánea, en voz alta, como un aguacero estruendoso que se alza a las alturas bajo la guía motivadora de una persona mayor.

Cuando la celebración se realiza en una aldea, el día anterior la comunidad entera se vuelca en la ornamentación de la ermita. De preferencia, se utilizan elementos de la vegetación local: agujas de pino a guisa de alfombra, ramas de pacaya en las paredes, flores grandes en floreros generosos.

El canto religioso es imprescindible. Como es imprescindible el acompañamiento de instrumentos musicales. La marimba como instrumento central, grande, vibrante. Trompetas, bajo y batería completan el conjunto. A veces otros instrumentos se agregan, llenando el recinto sagrado de melodías magistralmente ejecutadas. El pueblo qeqchí tiene el don de la música y del canto. Son incansables para cantar. La mayoría de sus cantos son creaciones propias con ritmos propios.

Las ceremonias religiosas del pueblo qeqchí nada tienen que ver con el concepto de obligatoriedad de la cultura occidental. Son fiesta, mesurada pero vital. Fiesta comunitaria en la que casi todas las personas tienen roles activos, organizadas con cuidado esmerado.

Una piedad sensorial, vital, nacida del corazón, festiva. Con símbolos elocuentes, tangibles que crean el ambiente propicio para entrar en contacto con lo sagrado.



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