misiones salesianas Cuatro días de lluvia continua. A ratos torrencial, o si no, lluvia mansa. El frío húmedo es desagradable.

Esta mañana mi visita a la aldea contempla hora y media en carro más media hora a pie. La aldea está al otro lado de una elevación que debo superar por un estrecho sendero empinado, a ratos casi vertical. Las piedras lisas y desiguales ponen a prueba mi equilibrio.

Mis botas de hule, embarrialadas hasta no más, resultaron ser en la misa un contraste poco edificante con el alba blanca.

Terminada la celebración, con tres bautismos y dos matrimonios, un frugal almuerzo y las despedidas cariñosas, emprendo el regreso. Oigo a mis espaldas un comentario que no presagia nada bueno: Ya viene la lluvia. -Ah, no,- me digo para mí. Lo que menos quiero es caminar bajo un aguacero. Dios mío, si quisieras ser tan amable conmigo como para detener la lluvia hasta que llegue a mi carro…

Entiendo que es una oración tonta, pues Dios no está para esas niñerías.

El camino de regreso abunda en lodazales, piedras lisas, resbalones, ascensos y descenso abruptos. La lluvia no asoma. Como debo concentrarme en cada paso para no tropezar, mi infantil plegaria se esfumó.

Por fin llego al carro… y comienza a llover. ¿Milagro? – Bah, una simple coincidencia - diría cualquiera. Yo prefiero interpretarlo como un guiño simpático del Señor.

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