022b mision salesiana 1 Primera vez que visito esta comunidad más bien cercana. Dejo el pick up estacionado y tomo por una vereda entre cafetales y milpas altas. Me acompañan tres muchachos que me esperaban en el desvío.

La comunidad es pequeña: unas cuarenta familias. La ermita se asienta sobre una suave colina desde la que se domina un paisaje maravilloso: tierras bajas y onduladas alfombradas de milpas que amarillean.

Antes de entrar en la minúscula ermita, saboreo el paisaje enmarcado por una cordillera escarpada. Me cuentan que en los meses de octubre y noviembre, cuando las lluvias arrecian, el valle se transforma en una extensa laguna, gracias a un río subterráneo que aparece y vuelve a desaparecer un poco más lejos. Allí se han ahogado varios muchachos que no aprenden la lección sobre el peligro de esas corrientes traicioneras.

La ermita es chica: techo bajo de lámina, paredes de madera rústica, piso desigual de tierra. Bancas bajas sin respaldar y sillas traídas de la escuela cercana, más aptas para niños de primer grado.

La gente va llegando poco a poco. Un coro de tres muchachas es sostenido por un conjunto musical mínimo: un teclado, un bajo, una guitarra. Cantan infatigables con voz suave. Por suerte no hay bocinas estruendosas, y el canto y la música ponen un tono místico al ambiente.

Cuando la ermita se llena y comienza la misa, no resisto la tentación de contar “a ojo de buen cubero” el número de los asistentes, lo cual es tarea fácil: cuarenta personas adultas y muchos niños.

La ceremonia se desarrolla apacible. Dos muchachas leen de forma impecable los textos sagrados. La comunidad sigue atenta mi homilía. En la procesión del ofertorio llevan al altar cinco costales de maíz nuevo, más otros frutos de la tierra.

Disfruto esta misa celebrada en clave familiar, casi íntima, más allá de los ritos litúrgicos formales.

Después de la misa, la mesa. Dos mesas largas y estrechas acogen a la gente importante. No los conté, pero seríamos más de una docena los comensales en la mesa de honor situada en la cocina, donde varias mujeres se afanan ante el fogón enorme con grandes calderos rebosantes de sabrosa carne. El humo me irrita los ojos.

Al sacerdote se le sirve comida en abundancia. El resto de comensales deberá conformarse con porciones modestas. En la capilla come el resto de los feligreses.

Una de mis muchas satisfacciones es estrechar la mano de niños y niñas. El gesto los toma de sorpresa. Titubean, luego se animan y me dan la mano. Entonces se les ilumina la carita como si hubieran obtenido un preciado trofeo.

De regreso al vehículo, algunos muchachos fuertes llevan a hombros todos los bienes de Dios que se depositaron frente al altar. Casi se llena la palangana del pick up.

Les he asegurado a la gente que quiero regresar cuando ese valle cubierto de milpa esté convertido en una laguna. Será, sin duda, un escenario digno de verse.

Compartir