El bien último del ser humano es Dios mismo. Y en Él se encuentra la felicidad a la que siempre tendemos. Dios es el único Dios y el ser humano es su criatura. Tratemos de sacar las consecuencias aquí implícitas.

No nos hemos dado el ser a nosotros mismos. Hemos recibido una identidad específica, una naturaleza humana determinada: Imagen y semejanza de Dios, lo cual nos hace personas dignas y respetables; cuerpo y alma unidas sustancialmente; varón y mujer iguales en dignidad, pero complementarios sexualmente con capacidad de procrear.

Dios, de una forma consciente y libre, ha creado el mundo y dentro del mundo ha creado al ser humano. Por lo tanto, la existencia del ser humano tiene un ‘por qué’ y un ‘para qué’ (un significado y un propósito).

De aquí se deduce el concepto de lo que es el bien y lo que es el mal.
Si el ser humano careciera de una finalidad inscrita en su mismo ser y él mismo debiera inventar y decidir su propia naturaleza y finalidad, entonces cualquier opción estaría bien o mal según su propio criterio.

Pero no. Gracias al acto creador de Dios, el hombre posee inscrito en su mismo ser un determinado fin, que consiste en la alianza amorosa con ese Dios creador, y ello es lo que da sentido a su vida. El bien último del ser humano es Dios mismo. Y en Él se encuentra la felicidad a la que siempre tendemos.

La principal norma de conducta está constituida por aquellos valores que ayudan al ser humano a conseguir su fin: la felicidad eterna con Dios.

Por eso la libertad no debe concebirse como posibilidad para escoger cualquier cosa, sino como llamada a realizar un fin que no se lo inventa el ser humano, sino que consiste en la propia realización plena.

Debido a que el ser humano fue creado como ser libre, se sigue que se le confía la realización de este fin como una tarea. En ello consiste la obligación ética.

En materia moral, el ser humano no puede emitir juicios según su propio criterio: Porque en lo íntimo de la propia conciencia, el hombre descubre una ley que él no se ha dado así mismo y a la cual debe obedecer. Él tiene una ley escrita por Dios dentro de su corazón. Su dignidad consiste en obedecer dicha ley. Y será juzgado según esa ley. Lo que esa ley dice es, en resumen: Haz el bien y evita el mal.

De lo contrario, su vida se malogra irremediablemente. Vemos, pues, que la libertad humana es limitada, puesto que el bien y la verdad existen antes que la humanidad. Y el ser humano será juzgado en base a esos valores.

El ser humano debe respetar el orden esencial de su naturaleza humana creada por Dios. Eso no lo podemos cambiar, aunque queramos.

No podemos cambiar los elementos esenciales de la persona y su naturaleza humana. Es ilusorio.

Cuando entra en crisis el principio de que somos criaturas de Dios, inevitablemente también el concepto de obligación ética se oscurece. Si Dios no existe y no hay creación, ni un plan sobre el hombre, entonces se oscurece también el concepto de normas morales objetivas, inmutables y universales.

En la medida en que el hombre niega el hecho de ser creado por Dios, ya su existencia no es vista como agradecimiento y obediencia, sino como autonomía absoluta. De esa manera no puede existir valores obligatorios, sino solo ‘bienes’ (entre comillas), que son definidos por cada uno.

¿Cómo es posible, entonces, para un cristiano, aceptar el pensamiento moderno que niega la existencia de normas objetivas (pensemos en la ideología de género), precisamente porque niegan la existencia de un Dios creador? Cada uno tiene su ‘verdad’: “Yo soy el rey (dios), y mi palabra es la ley, y hago siempre lo que quiero”. “A mí no me manda nadie, ni Dios”.

 

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