Cristo murió en la cruz porque no hay amor más grande que dar la vida por aquellos a quienes se ama. El por qué Jesucristo llevó a cabo la redención con una muerte tan afrentosa se escapa a la razón humana.

Cristo murió en la cruz porque no hay amor más grande que dar la vida por aquellos a quienes se ama. Sobre todo, si aquellos a quienes se ama resultan ser ingratos hasta alcanzar auténticas aberraciones con sus comportamientos, como es el caso de la humanidad separada de Dios.

El mal y el sufrimiento tienen su origen en el corazón de los seres humanos, en sus actitudes egoístas, en su avidez de placer y de poder.

Las consecuencias del pecado están a la vista: el paraíso terrenal ha quedado convertido en un valle de lágrimas.

La realidad es que fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo. Prueba increíble de amor: mi reconciliación con Dios costó la vida a Jesucristo. Prueba, también de la tremenda gravedad del pecado.

El día de su muerte, Jesús realizó la más completa comunión y solidaridad con toda la familia humana. Todos los hombres han sido redimidos y justificados por Cristo y por su cruz.

Cristo, a la vista de tanto sufrimiento humano, asumió, él mismo, todos los dolores imaginables con el fin de acercarse e identificarse con la vida dolorosa de los humanos. De esa forma, Dios muestra que es Padre: no le es indiferente el sufrimiento de su criatura humana.

En forma análoga, ante el dolor que el hijo desobediente se ha causado a sí mismo por una desobediencia imprudente, la mamá amorosa, sufre junto con su hijo, y se sacrifica de hecho para sanarlo.

Dios, como Padre-madre amoroso, reacciona ante el sufrimiento que la humanidad se ha causado a sí misma por el pecado, y se compadece de la criatura asumiendo en la cruz de su Hijo, las consecuencias negativas. Y, así, nos evita el permanecer eternamente alejados de Él con la infelicidad que ello representaría: “Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados por la redención de Jesucristo” (Rm 3,23).

Con la muerte y resurrección de Cristo, han sido removidos los obstáculos que se interponían entre Dios y nosotros, y se nos ofrece la participación en la vida de Dios.

El ser humano se encuentra frente a una situación dramática, en la que todos los esfuerzos por liberarse del sufrimiento que se ha infringido a sí mismo están destinados al fracaso. Por ello el cristiano mira más alto de la realización humana: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Dios” (San Agustín).

La muerte de Jesús no es el acto de un Dios cruel que exige el sacrificio supremo. Es el lugar en que Dios que nos ama, se hace visible. Jesús desde la cruz está diciendo que por lo menos un ser humano ha dado un asentimiento incondicional a los caminos de Dios: el hombre Jesús, unido a la Persona del Hijo.

Por esta razón, la Iglesia naciente atribuyó a la muerte de Jesús, un poder redentor universal, causa de la salvación eterna.

La ofrenda voluntaria de sí al Padre es el aspecto más importante de esta muerte: entrega total por amor.

Al final, el cristianismo contempla que la cruz ha quedado vacía. La resurrección es la que proclama que Jesús es el que vence al pecado y la muerte para conducir a una vida que no tiene límites.

El poder de destruir permanece todavía en nosotros. Es necesario que creamos y nos convirtamos.

Jesucristo nos ha liberado de nuestros pecados por su sacrificio. Nos ha hecho hermanos. Ahora aparece como nuestro abogado en la presencia del Padre. Y enjugará toda lágrima en la nueva Jerusalén, la muerte no existirá más, ni habrá duelo, porque todo esto ya ha pasado.

 

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