Todas las revoluciones prometen el paraíso en la tierra y la liberación de las cadenas. /Cathopic/ Luis Ángel Espinosa. Es frecuente escuchar de boca de líderes políticos de muchas naciones, invocar el nombre de Dios. Lo harán con más o menos sinceridad o hipocresía, pero no les da vergüenza invocar a Dios en público. Por el contrario, en España hace muchos años que era políticamente incorrecto que un líder político pronunciara en público el nombre el Dios en un discurso. La llamada ‘ley del péndulo’, o sea la tendencia humana de ir de un extremo al otro sin nunca detenerse en el sabio punto medio, había logrado en aquella que una vez era la catoliquísima España, llegara a pensar que para ser ‘progresista’ había que ser ateo o agnóstico. Mencionar a Dios en público te convertía socialmente en un retrógrado.

En los últimos meses eso ha vuelto a cambiar y tímidamente se ha escuchado el nombre de Dios en el Congreso de boca de algunos diputados que, por supuesto, no han tardado en ser tildados de ‘fanáticos religiosos’. Esto no le ha importado a un diputado que es también un prestigioso profesor de Derecho de la Universidad de Granada.

Se trata de José Francisco Contreras. Este intelectual laico católico hace pocas semanas llegó incluso a levantar en su mano derecha un crucifijo mientras hacía uso de la palabra desde la tribuna del Congreso de los Diputados, dando así un testimonio público inédito. Les aconsejo que sigan la pista de este personaje en las redes sociales y páginas de internet.

Me sirvo de este liberal conservador ‘pro vida’ y pro familia, para la siguiente reflexión: Todas las revoluciones prometen el paraíso en la tierra y la liberación de las cadenas.... Y todas, sin excepción, acaban en un baño de sangre. La francesa, la bolchevique, la mexicana...

No fue una excepción la revolución sexual de los años 60’ del siglo XX. Y eso que, de entrada, parecía una revolución amable –‘haz el amor y no la guerra’-. Flores, hippies, música, besitos...

Lo que hubo en realidad, fue la toma masiva de la pastilla anticonceptiva que, por primera vez en la Historia, permitía separar el sexo de la procreación. Pero la bomba de relojería que activó la píldora anticonceptiva le ha estallado a Occidente medio siglo más tarde. Porque ha destruido el significado nupcial y el significado procreativo del cuerpo humano. Para eso fue expresamente (aunque no exclusivamente) diseñado el cuerpo sexuado: “Creced y multiplicaos...”.

La contracepción ha roto hogares, ha enfrentado a hombres contra mujeres en la guerra de sexos, ha convertido el placer en un ídolo de barro al que se sacrifica todo lo demás, y ha sembrado Occidente de “solteros” sin vínculos sentimentales y sin familia, perpetuos adolescentes incapaces de asumir responsabilidades conyugales y paternales; y, por lo tanto, fácilmente manipulables por los Gobiernos.

Y, como todas las revoluciones, también la revolución sexual ha terminado en sangre. Las antiguas revoluciones decapitaban reyes o fusilaban zares, la revolución sexual de los años 60’, acaban con bebés en el vientre materno. Bebés débiles, indefensos, inocentes.

Y como todas las revoluciones, lo que ha traído la revolución de los años 60’ no ha sido el paraíso en la tierra sino una dictadura. La dictadura de la cultura de la muerte y de la ideología de género, que destruye lo que era el último reducto de libertad auténtica: la familia.

 

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