El encuentro personal con Cristo vivo conduce a la conversión permanente. / Fotografía Cathopic - Gonzalo Gutiérrez Los Evangelios relatan numerosos encuentros de Jesús con hombres y mujeres de su tiempo. Una característica de estos episodios es la fuerza transformadora que tienen ya que abren un auténtico proceso de conversión, comunión y solidaridad.

En el encuentro con la samaritana (Jn 4,5-42) le habla del agua viva. “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”. “Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna”. Y suscita en ella la súplica: “Señor, dame esa agua para que no tenga más sed” y luego se siente impulsada a anunciar a sus conciudadanos que ha descubierto al Mesías.

Cuando Jesús encuentra a Zaqueo (Lc 19,1-10), éste consciente de las injusticias que ha cometido, decide devolver con creces a quienes había defraudado. Además, asume una actitud de desprendimiento de las cosas materiales y de caridad hacia los necesitados. “Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo”.

Gracias a su encuentro con Cristo resucitado, María Magdalena supera el desaliento y la tristeza causada por la muerte del Maestro (Jn 20,11-18). Jesús la envía a anunciar a los discípulos que Él ha resucitado. Fue María Magdalena y dijo a los discípulos que había visto al Señor y que había dicho estas palabras”.

Los discípulos de Emaús, después de encontrar al Señor resucitado, reconocen que su corazón les ardía cuando escuchaban sus explicaciones. Vuelven entonces a Jerusalén para contar a los apóstoles lo que les había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan.

En el camino de Damasco, Pablo se encontró con Cristo. Allí tuvo lugar el cambio radical de su existencia, de perseguidor a apóstol.

Pero hubo casos en que el hombre, al encontrarse con Jesús, se cierra al cambio de vida. El apego a las riquezas es un obstáculo para acoger el llamado a un seguimiento generoso y pleno de Jesús. Típico al respecto es el caso del joven rico (Mt 19,16-22; Mc 10,17-22; Lc 18,18-23). “‘Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme’. Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes”.

Muy especial es el encuentro que Jesús tiene con los Apóstoles. Este encuentro tiene una importancia fundamental para la constitución de la Iglesia. En efecto, los Apóstoles son objeto de una formación especial y de una comunicación más íntima por parte de Jesús.

Vemos así, que el encuentro con Jesucristo vivo es el camino para la conversión. El encuentro personal con Jesucristo vivo es también el camino para que surjan vocaciones. En realidad, ese encuentro personal con Jesucristo es el origen de toda vocación.


En efecto, el encuentro personal con Jesucristo vivo produce disponibilidad total a la voluntad del Padre. Disponibilidad que no excluye ni siquiera la entrega de la propia vida. Se descubre que Él basta para llenar la vida de cualquier persona.

El encuentro personal con Jesucristo vivo estimula a amarlo, a imitarlo y a seguirlo. El amor de Cristo nos apremia a llevar las almas a Cristo.

El encuentro personal con Cristo vivo conduce a la conversión permanente, a liberarse del pecado; a arrepentirse de los pecados y apartarse de ellos; a conocer más a Jesús, estudiando el Evangelio; a orar más; a cambiar nuestra vida por una vida nueva; a buscar que se cumpla su voluntad sobre nosotros; a recibirlo en los sacramentos y, así, unirnos a Él. La Eucaristía es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo.

El encuentro personal con Cristo vivo nos lleva a ser conscientes de las exigencias del Evangelio, del compromiso cristiano, y de nuestras obligaciones para con los hermanos. Nos lleva a desear ser santos; a desear transformarnos en Él.

Si creemos que Jesús es la verdad, desearemos ser sus testigos para acercar a nuestros hermanos a la verdad plena que está en el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por la salvación del género humano.

El encuentro con Cristo lleva a evangelizar. El encuentro con el Señor produce una profunda transformación. El primer impulso que surge es comunicar a los demás la riqueza adquirida en la experiencia de este encuentro.

Porque seguir a Jesús es vivir como Él vivió, aceptar su mensaje, asumir sus criterios, abrazar su suerte, participar su propósito que es el plan del Padre, o sea, invitar a todos a la comunión con Dios y a la comunión con los hermanos en una sociedad justa y solidaria.

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