Nuestras acciones tienen consecuencias, sean buenas o malas... Podemos estar seguros de que todas nuestras acciones tienen consecuencias, buenas o malas según que se trate de acciones éticas o acciones inmorales.


Se hace necesario recordar esto, algo tan sencillo, porque existen hoy corrientes que afirman lo contrario. Afirman que no importa lo que hagas, no pasa nada. Haz lo que te dé la gana, porque lo mismo da. Haz solo lo que te gusta y no te preocupes. Y cosas por el estilo.

Estas ideas son proclamadas de manera más o menos clara, o en forma indirecta, por algunos medios de comunicación social. Son apoyadas incluso por algunas corrientes sicológicas y pedagógicas. Pero lo cierto es que todo se paga, tarde o temprano. A la larga, ninguna falta queda impune.

Lo que ocurre es que a veces los inocentes pagan por los culpables. En esta tierra el mal se distribuye parejo, y golpea al que encuentra, aunque sea de manera completamente injusta.

Es el caso de los niños cuyos padres se divorcian, o aquellos que se accidentan por culpa de un conductor irresponsable, el cual puede resultar ileso. Muchas veces justos pagan por pecadores. La multitud de pecados acumulados por la humanidad se parece a esa bola de nieve que al desprenderse de la cumbre de la montaña va creciendo en volumen y en velocidad y pasa destruyendo todo lo que encuentra a su paso, sin preguntar quien es culpable y quién es inocente.

Algunos pagan voluntariamente por otros cuando hay compañerismo, amistad, o amor. Se da entre compañeros, amigos y familiares.

En el caso de nuestros pecados, es Cristo quien pagó por ellos. Cristo en la cruz es la mejor prueba de que todas nuestras acciones tienen consecuencias y de que todo se paga. De hecho, Cristo pagó por nosotros y nos rescató. Y no con oro o plata, sino con su propia vida. Porque no hay amor más grande que dar la vida por aquellos a quienes se ama.

Por eso el sacerdote confesor no cobra por perdonar nuestros pecados. No porque no haya nada que pagar, sino porque ya Otro pagó por nosotros. Cristo es como un pararrayos que se interpone entre nosotros y el poder destructor del rayo. Cristo recibe el impacto mortal; ese impacto no lo destruyó a Él, y nosotros quedamos libres de la muerte eterna.

Pero atentos. Si yo he pasado mi vida haciendo sufrir a muchas personas, y finalmente me arrepiento, me convierto sinceramente y me confieso antes de morir, mis pecados quedan perdonados por Jesús, y me salvo. Pero no puedo entrar directamente al Cielo porque tengo deudas de justicia pendientes con todas aquellas personas a las que hice sufrir. De todo eso debo purificarme.

A esa eventual purificación es lo que llamamos Purgatorio.

Al Cielo no se puede entrar si no se está completamente libre de deudas.

En este sentido sigue siendo cierto que ‘todas nuestras acciones tienen consecuencias’.

¿Podemos hacer algo en vida para expiar en la tierra esas deudas pendientes por haber causado sufrimientos a los demás? Por supuesto y, ojalá que nos empeñemos mucho en ello desde ya.
Es lo que hizo Zaqueo después de haber experimentado la misericordia de Jesús: “Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor -Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien y haya defraudado le devolveré cuatro veces más” (Lc 19,8).

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