El ser humano es un ser necesitado. Foto de: Javier Allegue Barros/unsplash "No hemos sido hechos para la muerte, morimos por nuestra culpa. Nos perdió nuestro afán de autonomía. Nada malo fue hecho por Dios, la maldad se produjo por nosotros. Pero, aunque nosotros la provocamos, somos incapaces de quitarla" (Taciano del siglo II, en su Discurso contra los griegos).

 

Dice Pascal (Siglo XVII): "¿Quién no ve en todo esto que el hombre está extraviado, que ha caído de su puesto, que busca ese puesto con inquietud, que no lo puede volver a encontrar?" (Pensamientos, 430). La naturaleza humana es una naturaleza caída.

Según la doctrina cristiana, la muerte y el sufrimiento no responden al designio original de Dios para el hombre. El hombre no es para la muerte, sino para una vida eterna. La naturaleza humana no se encuentra ahora en el estado en que Dios la quiso.

Todo el mal que padece el hombre en el mundo procede de un misterioso pecado original, que multiplica su eficacia con los pecados que cada uno añade.

El relato del Génesis 3, aunque está expresado en términos simbólicos, se refiere a un hecho real sucedido en la historia de la primera pareja humana, que ha afectado a todos los hombres. En el primer hombre se trata de una 'culpa personal', en los demás hombres se trata de un estado heredado de pecado y miseria.

"Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte alcanzó a todos los hombres ya que, en él, todos pecaron" (Rm 5,12). Dice el Catecismo que la doctrina del pecado original es la explicación cristiana a la pregunta de por qué el mal existente en el mundo.

El ser humano es un ser necesitado, frágil y limitado. Es necesitado porque es imperfecto y aspira a una plenitud que no posee. Es frágil, porque está expuesto a la destrucción y descomposición biológica, psicológica y moral. Es limitado, porque no tiene recursos suficientes para satisfacer sus deseos, ni para evitar su propia destrucción. Estas limitaciones lo hacen incapaz de alcanzar su fin y felicidad; incapaz de superar la muerte; incapaz de superar el sufrimiento; incapaz de ser bueno siempre y de superar sus propias contradicciones morales.

El hombre es un ser indigente, que desea la felicidad, pero no puede dársela a sí mismo. Ni tiene fuerzas suficientes para alcanzar su plenitud. Quisiéramos ser autosuficientes, pero no podemos serlo. Todo éxito es provisional. Siempre hay una distancia tremenda entre sus deseos y la realización de los mismos. Sin la Revelación de la Palabra de Dios, el hombre ni siquiera puede conocer cuál es su fin, su plenitud y su destino. Esta es la incapacidad más radical del hombre: la incapacidad de alcanzar por sí mismo su fin y su felicidad.

Los filósofos fracasan ante el problema del mal. Aristóteles lloró cuando murió su hija, de manera que no fue capaz de dar el ejemplo que se esperaba de él. El Budismo también pretende ser unan terapia ante el sufrimiento. Y su solución consiste en entrenar al hombre para no tener deseos. Así se sufre menos.

Para los filósofos modernos (Nietzsche, Sartre y Heidegger) no hay por qué pedir un sentido a la vida; sencillamente, hay que aceptar que el hombre es 'un ser para la muerte'.

Pero la persona honrada siente que debe ser justa y espera que el mundo sea justo con ella. Percibe una injusticia en la presencia del mal y en la forma como el mal está repartido. Y también siente injusto el sufrimiento de los débiles.

Siente como si hubiera alguna promesa de felicidad que ha sido traicionada, pues intuye que la vida debe tener sentido.

Podemos distinguir entre el mal físico, que se sufre y no siempre se controla. Y el pecado, que es acción voluntaria del hombre. El verdadero mal es el segundo. Dios solo puede hacer el bien. El hombre es el único que, con su voluntad, obra mal e introduce mal en el mundo creado por Dios.

Ha tenido que pasar algo gravísimo para que este mundo creado por Dios no responda a los ideales de justicia. Y la única causa que puede introducir desorden en el orden de Dios, es la voluntad libre de los ángeles y de los hombres: o sea, el pecado.

Ahora bien, Jesús es el Salvador de todos los hombres. La profundidad del misterio del pecado, y del daño que produce en el hombre se ilumina plenamente con la salvación de Cristo. El Hijo de Dios ha tomado carne, y ha regenerado el mundo por su muerte y resurrección, y por la gracia del Espíritu Santo que derrama sobre los creyentes.

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