El precepto dominical La Eucaristía es el verdadero centro del domingo. Así se comprende por qué, desde los primeros siglos, los Obispos no han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica. «Dejad todo en el día del Señor —dice el tratado del siglo III titulado Didascalia de los Apóstoles— y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios.

Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la Palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?» Esta exhortación ha encontrado una adhesión firme en el ánimo de los fieles y, aunque no hayan faltado épocas y situaciones en las que ha disminuido el cumplimiento de este deber, se ha de recordar el auténtico heroísmo con que sacerdotes y fieles han observado esta obligación en tantas situaciones de lejanía, de peligro y de restricción de la libertad religiosa.
San Justino, en su primera Apología dirigida al emperador Antonino describía con orgullo la práctica cristiana de la asamblea dominical, que reunía en el mismo lugar a los cristianos del campo y de las ciudades. Cuando, durante la persecución de Diocleciano, estas asambleas quedaron prohibidas, fueron muchos los cristianos valerosos que desafiaron el edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía dominical. Es el caso de los mártires de Abitinia, en Africa, que respondieron a sus acusadores: «Sin temor alguno hemos celebrado la Cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley». «Nosotros no podemos vivir sin la Cena del Señor». Y una de las mártires confesó: «Sí, he ido a la asamblea y he celebrado la Cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiana».
La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían con tanta fuerza. Pero, más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, la Iglesia ha debido dictar la obligación de participar en la Misa dominical.
El Derecho eclesiástico dice que «el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa». Esta ley se ha de entenderse como una obligación grave. Es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia Católica. Se comprende fácilmente el motivo, si se considera la importancia que el domingo tiene para la vida cristiana.
Hoy, como en los tiempos heroicos del principio, en tantas regiones del mundo se presentan situaciones difíciles para muchos que desean vivir con coherencia la propia fe. El ambiente es a veces declaradamente hostil y, otras veces indiferente al mensaje evangélico. Juanito Bosco debía caminar varios kilómetros cada domingo desde su aldea, para poder participar en la Sana Misa. Es necesario que el fiel se convenza de la importancia decisiva que, para su vida de fe, tiene reunirse el domingo con los otros hermanos para celebrar la Pascua del Señor con el sacramento de la Comunión.
Desde el momento en que participar en la Misa es una obligación para los fieles, a no ser que haya un impedimento grave, los Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos, la posibilidad efectiva de cumplir el precepto. En esta línea va la indicación de que el tiempo válido para la observancia de la obligación comienza ya el sábado por la tarde, al caer el sol. En efecto, con ello comienza el día festivo desde el punto de vista litúrgico.
Los fieles deben recordar que, si se alejan de su domicilio habitual en domingo, deben preocuparse por participar en la Misa allí donde se encuentren, en la medida en que ello sea posible.
Cuando no se puede asistir a la Misa dominical por una emergencia de trabajo, por una enfermedad propia, por atender a un enfermo, etc., se puede oír Misa a través de la radio o la televisión. Se puede también hacer alguna lectura bíblica u oración especial. En estos casos no se comete ninguna falta por no ir a Misa. Por estas ausencias no hace falta confesarse, y se puede comulgar perfectamente en la siguiente ocasión.
Pero, quien falta a Misa por pereza o falta de amor a Dios, debe reflexionar sobre su coherencia de bautizado. Hay que arrepentirse, hacer un propósito de enmienda, y confesarse antes de comulgar de nuevo.

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