La trinidad habita en el alma del justo Para eso fueron enviados el Hijo y el Espíritu Santo: para habitar en el alma del justo. Para eso fue creado el ser humano, y para eso fue redimido.

El hombre es amado por Dios hasta el punto de que le hace habitar en Sí mismo. Es, realmente, un anticipo del Cielo.
Jn 14,23: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Y en Jn 6,56 se dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. San Pablo llama a los cristianos templos del Espíritu Santo.
La presencia de Dios entre los hombres comienza con la creación, y culmina con el Hijo, a quien el Padre ha enviado para que habitara en medio de los hombres (Jn 1,14).
Juan Pablo II (Dominum et vivificantem, 58) lo expresa así: “Por el don de la gracia, que proviene del Espíritu Santo, el ser humano entra en una vida nueva, es introducido en la realidad sobrenatural de la misma vida divina y se hace morada del Espíritu Santo, templo viviente de Dios… El hombre vive de Dios y en Dios: vive según el Espíritu Santo, y desea lo espiritual”.
El Bautismo trae un nuevo modo de presencia de Dios en el ser humano, mucho más íntimo que cualquier otra forma de presencia divina. El ser humano participa de la naturaleza divina. Este nuevo modo de presencia en nosotros ha de entenderse con toda su fuerza, como algo real, no como una metáfora. No son sólo los dones del Espíritu los que llenan al fiel, sino que es el mismo Espíritu el que habita en nuestros corazones.
Nada tiene de extraño que esta relación entre el hombre y Dios trascienda todo conocimiento y sea capaz de llenar toda una eternidad.
Somos hechos hijos de Dios al unirnos al Hijo Único del Padre (Jn 15,1-8). Lo cual implica la presencia de la Trinidad en el alma. Ser injertados en Cristo implica una relación filial con el Padre, dada nuestra unión con el Hijo.
El hombre es hecho una nueva criatura por el Bautismo. Esta nueva criatura no es otra cosa que la elevación del ser humano hasta hacerle partícipe de la vida trinitaria. Nuestra relación con las Personas del Padre y del Espíritu Santo tiene lugar a través de nuestra unión filial con Cristo.
Por la gracia de Dios, el hombre participa en una vida nueva que es vida sobrenatural. El hombre entra así, de un modo misterioso, en la misma vida trinitaria, aunque, por su excesiva luz, los ojos humanos no pueden verlo con claridad.
La elevación sobrenatural por la gracia (a), la filiación divina (b), y la presencia de Dios en el alma (c), son realidades inseparables y que mutuamente se iluminan.
No es exagerado afirmar que toda la vida cristiana se edifica sobre este hecho fundamental: Dios se nos ha dado y nos invita a responder a su don. Este intercambio amoroso con la Trinidad, tiene lugar ya en esta tierra, pues por el Bautismo somos hechos nueva criatura en Cristo. Se trata de una nueva vida, que lleva en sí misma la tendencia a crecer y a desarrollarse hasta llegar a su plenitud en el Cielo. La nueva vida en Cristo no es algo futuro, sino algo ya presente, en el cristiano. El Espíritu Santo habita en el alma del bautizado que no tiene pecado, derramando en ella sus dones, sobre todo la Caridad que nos impulsa a entregar la vida por amor en las tareas de cada día bajo la moción del Espíritu.
La vida cristiana exige docilidad al Espíritu. La liturgia llama al Espíritu Santo ‘dulce huésped del alma’. A Él le debemos todo en nuestra vida interior. Él nos infunde la gracia. Él nos une con Cristo. Él opera nuestra santificación. Esa docilidad al Espíritu Santo es uno de nuestros deberes primordiales hacia este dulce huésped del alma.
“Ven Espíritu Divino, manda tu luz desde el Cielo. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro. Mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento. Sana el corazón enfermo, guía al que tuerce el sendero. Reparte tus siete dones y danto su gozo eterno. Amén”.

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