Indigno... No siempre comprendemos cómo un triste pecador, puede ser digno testigo de Cristo ante los hombres. ¿No debería Dios velar por la dignidad de sus ministros, muchos de los cuales provenimos de la recuperación de una vida de pecado? ¡Somos tan indignos!

Dice Pablo VI en Evangeli Nuntiandi 80, que los hombres pueden salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, aunque nosotros no les anunciemos el Evangelio. Eso nos tranquiliza. En otros tiempos se pensaba que los que no recibían el bautismo de agua iban irremediablemente al infierno.
Ahora sabemos que hay un bautismo de deseo (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, en sus números del 1257 al 1261). Un deseo que incluso puede que no se manifieste explícitamente. Y que aquellos que dicen ‘sí’ a lo que conocen sobre la verdad en sus conciencias, aunque no fuera más que una pequeñísima brizna de luz, están diciendo ‘sí’ a Dios. Incluso si no son conscientes de ello.
Así pues, Dios hace, Él solo, el trabajo de cambiar corazones y convertir conciencias. Sin tambores ni trompetas, sin sermones ni clases de moral. ¿Dónde está entonces la urgencia de que yo hable de Dios, si Dios puede salvar a los seres humanos, aun cuando yo no anuncie el Evangelio? En Su misericordia, de forma misteriosa, Dios conduce hacia Sí, el alma del ateo, en la medida en que sus errores son producto de la ignorancia y no de la maldad.
¿Puedo, entonces, quedarme yo tranquilo? ¿Puedo despreocuparme y dejar de anunciar a Jesús? ¿Podré contentarme con hablar de ‘justicia’, de ‘respeto a las diferencias’, etc.? Parece que sí, puesto que, a mis interlocutores, Dios mismo puede darles la oportunidad de que, de alguna manera, se encuentren con Jesucristo.
Pero entonces, ¿por qué, después de haber dicho que Dios puede salvar a los hombres sin nuestra evangelización, el mismo Pablo VI añade otra exigencia? En efecto, él dice: “Pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza, o por ideas falsas, omitimos anunciar a Cristo? Porque San Pablo llega a declarar: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡Ay de mí si no predico el Evangelio!” (1Co 9,16).
¡Señor, confieso que ya no comprendo nada! Los no cristianos no tienen forzosamente necesidad de que los evangelicemos para que Tú los salves; pero los cristianos tenemos forzosamente necesidad de evangelizar para poder salvarnos nosotros mismos. Por tanto, debemos hablar de Dios a personas a quienes Dios no parece importarles. ¿Acaso no hacemos el ridículo predicando en este mundo materialista, como profetas en el desierto?
La respuesta nos la ofrece el escritor francés Fabricio Hadjadj, convertido del ateísmo: Hay que decir que mi predicación no es una necesidad para la salvación eterna de los no cristianos, puesto que Dios puede iluminarlos sin necesidad de mí. Pero Dios ha querido tener necesidad de mi predicación para que la vida de los no-creyentes se llene de sentido, ya desde ahora, al descubrir el maravilloso plan de amor para el cual todos hemos sido creados por Dios. Si Dios llama a todos a la fe y a ser santos, es porque intenta infundirnos, ya desde ahora, una existencia más elevada y más dichosa.
Si a nosotros, con la ayuda de los sacramentos, nos cuesta ser fieles a Dios, ¿cuántos de los que no tienen esa ayuda permanecerán fieles a sus propias conciencias, para que efectivamente puedan salvarse? ¿Qué clase de vida llevarían en la tierra, si caminan a tientas en la oscuridad, sin conocer la Palabra de Dios, sin saber lo que nos espera después de la muerte, y sin conocer y experimentar el amor de Dios revelado en Jesucristo?
Lo que fundamenta la urgencia de evangelizar, no es el riesgo del infierno, sino la necesidad de que, ya en este mundo, todos lleven una vida feliz, conscientes de su altísima dignidad de imágenes de Dios, redimidos por Jesucristo, y llamados a la bienaventuranza eterna.
¿Dejaremos de ser misioneros por el hecho de que la salvación eterna es un don del Espíritu Santo y no un mérito de nuestra predicación? Absolutamente no. Es como si dijéramos: ¿Por qué molestarme en dar de comer al hambriento si, de todos modos, no se encuentra en estricto peligro de muerte? Puede ser cierto, pero no por eso permitiré que siga llevando una vida humanamente precaria.
Y precaria humana y espiritualmente es la vida de quienes no conocen a Jesucristo. Siendo que, al ser bautizados, nos incorporamos a Cristo, participamos en la vida divina, y somos hechos hijos de Dios. ¿Dejaremos a tantas personas privadas de la presencia del Espíritu Santo y del alimento de la Eucaristía? ¿Los dejaremos en la ignorancia, que sigan buscando a tientas, en medio de la oscuridad, cayendo con demasiada frecuencia, cuando podemos mostrarles la luz de Cristo que ha brillado ya en el mundo?
A la pregunta ¿Por qué la misión? Juan Pablo II responde: porque abrirse al amor de Dios constituye la verdadera liberación (Redeptoris Missio 11).

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