Una familia disfuncional. Todos sabemos que el modelo bíblico de familia está hoy en crisis. La revolución sexual separó el ejercicio de la sexualidad de aquellos fines que le había fijado el Creador: el matrimonio y los hijos.

Las consecuencias de esa revolución no se hicieron esperar: disminución de los matrimonios, desintegración familiar, divorcios, muchos sufrimientos para las personas engañadas o abandonadas (sobre todo mujeres y niños), mentalidad anticonceptiva, esterilizaciones, abortos, aumento de enfermedades venéreas, adolescentes embarazadas, madres solteras, padres irresponsables, pensiones alimenticias, chicos abandonados, pobreza, delincuencia, hijos del divorcio, familias monoparentales, familias reconstruidas, etc.
Nacer en una familia disfuncional no afecta negativamente a la dignidad del niño. Porque, independientemente de las circunstancias que rodean nuestra concepción y nuestro nacimiento, todos somos llamados a la vida por Dios mismo, el cual crea nuestra alma en el momento en que somos concebidos y esto nos hace personas, imagen y semejanza de Dios, sujetos de derechos. Nuestra dignidad propia como seres humanos, la recibimos de Dios y no de nuestros padres.
Las circunstancias que rodean nuestro nacimiento, pueden representar, eso sí, ventajas o grandes dificultades. Constituyen una desventaja los vacíos o carencias no sólo económicas, sino sobre todo afectivas. Sin embargo, siempre podremos contar con la gracia de Dios y con personas amigas que nos darán una mano para salir adelante.
La familia es la unión estable entre un hombre y una mujer encaminada a la generación de los hijos y reconocida públicamente a través del contrato matrimonial. La familia es la célula básica de la sociedad. En ella se da una particular intensidad de los vínculos que se instauran entre las personas y las generaciones: padres, hijos, hermanos, abuelos, nietos, tíos, primos, cuñados, nueras, suegros, yernos, etc.
Un conjunto de pequeñas dificultades malinterpretadas, se amontonan a veces en la vivencia de los esposos, obstaculizando la concordia mutua. No se sabe muchas veces cómo acertar, qué es lo oportuno proponer, cómo animar, qué conversaciones iniciar. A las pequeñas dificultades se suman pequeñas debilidades: pequeñas ofensas, el orgullo, el egoísmo, faltas de paciencia, respuestas precipitadas, pequeños rencores o envidias, reproches inoportunos. Echar la culpa de lo que sucede, al otro, ya lo hizo Adán con Eva: “La mujer que me diste por compañera, me dio del árbol y comí” (Gn 3,12). Cada uno piensa tener la razón.
Cuando surge la duda sobre la fidelidad, es terrible. Porque afecta a las esperanzas más grandes. Bloquea la acogida incondicional que hasta ahora se había prestado al cónyuge, y llega a paralizarse el amor. Se hace necesario ayudar a la pareja a reorientar su amor. Salvar el matrimonio es lo más importante.
Un adulterio jamás es una solución. Todo lo contrario. La persona adúltera encontrará sexo, pero no aquella entrega total que es propia de los esposos, ni la plenitud humana que solo se halla en el matrimonio. Lo último que los esposos quieren es romper su relación. Puede que en el calor de una discusión digan con amargura: “Divorciémonos”. Pero no es ese el deseo más profundo. Lo que están pidiendo, quizá sin decirlo, es que se les sostenga en la fidelidad y se les ayude a perdonar. Para ello contamos con Jesús Eucaristía.

‘No hay éxito en la vida que compense el fracaso de la familia’

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