Familia. LA PAREJA HUMANA

El ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y, por tanto, con una gran dignidad.

            Pero los seres humanos fuimos creados con una doble modalidad: varón y mujer.

Es decir que fuimos creados sexuados. Iguales por completo en cuanto a dignidad y derechos, pero distintos y complementarios por los sexos. ¿Por qué Dios nos ha creado así? En base a los capítulos 1 y 2 del primer libro de la Biblia, el Génesis, podemos afirmar que la finalidad es el amor fecundo. Se trata de formar una familia basada en el matrimonio, donde nacen los hijos: “Dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza; …Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: -Sean fecundos y multiplíquense” (Gn 1,26.28).

“El Señor Dios dijo: -No es bueno que el hombre esté solo;  voy a hacerle una ayuda adecuada… El Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: -¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! …Por eso el hombre abandona padre y madre, se junta a su mujer y se hacen una sola carne” (Gn 2,18.23-24).

 

El efecto primario del matrimonio es la íntima comunión del varón y la mujer en el amor formando una sola carne. Pero esta unión amorosa está llamada a la procreación y educación de la prole.

De esa manera los esposos se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. Eva cuando nació su primer hijo exclamó: “He obtenido un hijo con el favor de Dios” (Gn 4,1). Dios crea directamente el alma humana en el momento en que un ser humano es concebido. Eso nos hace personas.

            La sexualidad resulta ser, así, un don de Dios para ponerlo al servicio del amor y de la vida. Es por eso que todo acto sexual debe ser conyugal. El acto sexual tiene, por naturaleza, un doble significado: 1º el de unir en un amor indisoluble y 2º el de permanecer abierto a la vida.

“El ser humano no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás… La principal vocación del hombre es el amor” (GS 24    ). Esa es su vocación fundamental e innata. De tal manera que el ser humano sólo se realiza en la medida en que ama. Este es el sentido de la diferenciación del ser humano en varón y mujer.

 

LA FAMILIA

Juan Pablo II ha escrito: “El ser humano no puede vivir sin amor. Sin amor el hombre no se comprende a sí mismo; su vida sin amor no tiene sentido, si no le es revelado que el amor existe, si no descubre que él mismo es amado, si no aprende él mismo a amar” (Redeptor Hominis, 10)

La forma ordinaria como el ser humano cumple esta vocación al amor es en el matrimonio. Otras personas, imitando a Jesús, no se casan, para entregar su vida por los demás.

De esta manera la familia se convierte en la célula básica de la sociedad.

Dios es el creador de la familia, fundada sobre el matrimonio de Adán y Eva. Y ha establecido sus fines y sus características inmutables. Ya hemos indicado que los fines del matrimonio son dos: la mutua ayuda de los esposos en el amor, y la procreación y educación de los hijos. Y lo característico del amor conyugal es que se trata de una entrega total, exclusiva, para siempre, y abierta a la fecundidad.

La familia fundada en el matrimonio ofrece al hijo el ambiente óptimo para desarrollar al máximo todas sus potencialidades.

            En ese clima de afecto natural que es el hogar, las personas son valoradas por sí mismas. Se les valora como fines y no como medios. La familia acoge con amor no sólo a las personas que son productivas, sino también a los niños, enfermos y ancianos; dándoles el cariño que no le pueden dar otras instituciones, públicas o privadas.

            Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo, una carencia preocupante y dolorosa de cariño, que pesará posteriormente durante toda la vida.

El buen funcionamiento de la sociedad está estrechamente relacionado con la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. A familias sanas corresponden sociedades sanas y viceversa.

La familia proporciona los ciudadanos a la sociedad. La familia es anterior al Estado. La familia no está al servicio del Estado, sino al revés: el Estado está al servicio de la familia.

La institución matrimonial no depende de la decisión o de la voluntad humana (ni de los particulares ni de los legisladores), pues es el mismo Dios el autor del matrimonio y le ha fijado sus fines y características. El auténtico amor conyugal implica un don total y exclusivo, abierto a la vida; así como un compromiso definitivo, expresado con el consentimiento recíproco, irrevocable y público.

 

LA REVOLUCIÓN SEXUAL

La doctrina expuesta hasta aquí ha sido rechazada de plano por la revolución sexual nacida en los Estados Unidos, durante los años 60 del siglo XX y que se extendió rápidamente por todo el mundo. Dicha revolución se originó con el descubrimiento y amplia difusión de los métodos anticonceptivos, lo cual permite separar la relación sexual de la procreación. Su fórmula se puede caricaturizar de la siguiente manera:

-Sexo sí, amor no importa.

-Sexo sí, matrimonio no.

-Sexo sí, hijos no.

Se hace del sexo un fin en sí mismo, un valor absoluto ante el cual todo se sacrifica, incluso la familia.

La revolución sexual ha afectado también a los cristianos, muchos de los cuales han sido “víctimas de estas doctrinas llamativas y extrañas” (Heb 13,9). Por ese motivo se hace necesario ahora un trabajo de consejería y sanación en las parejas, y una mayor dedicación a la preparación de los novios para el matrimonio.

Podemos preguntarnos, ¿ha contribuido la ‘revolución sexual’ a construir una sociedad más sana en todos los sentidos? Pues no. Por el contrario con la promiscuidad sexual han aumentado las infidelidades, los divorcios, los embarazos no deseados, las enfermedades de transmisión sexual (no sólo el SIDA), así como las mujeres abandonadas y los niños abandonados. Causando muchos sufrimientos personales y mucha pobreza.

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