Jesucristo. Para comprender mejor las repercusiones de la resurrección de Cristo en nuestras vidas, es útil tratar de imaginarnos qué hubiera pasado si Cristo no hubiera resucitado. ¿Cómo sería nuestra vida? ¿Hubiera dado igual?

Sabemos muy bien que no. Por eso escribió San Pablo: “Si Cristo no hubiera resucitado nuestra fe sería vana” (1Co 15,14).

Estamos demasiado acostumbrados a escuchar que Dios nos ama, que Cristo ha muerto por nosotros y que ha resucitado. Y es posible que esas verdades ya no nos impresionen. Sería muy triste. Porque de ellas depende que nuestras vidas tengan o no sentido y vale la pena vivirlas.

Supongamos, por un momento, que en realidad Cristo no resucitó. Significa que toda su vida fue una mentira: no era Dios. Significa que fuimos engañados: tampoco nosotros vamos a resucitar. Después de la muerte no hay nada.

En ese caso uno se pregunta ¿para qué vivir?

En efecto: alguien me ha dado la vida sin consultarme, y es una vida con más tristezas que alegrías. Lo que abunda son los sufrimientos y las injusticias. Y por último viene la muerte, o sea, la nada. Alguien me está jugando una broma pesada porque en esas condiciones no vale la pena vivir.

No vale la pena nacer para sufrir y luego morir. No tendría sentido.

En esas condiciones tampoco tiene sentido el amor. Ni el amor de los padres, ni el amor de los hijos, ni el amor de los esposos.

¿Hay amor más grande que el de una madre por sus hijos? ¡Cuánta entrega y cuántos sacrificios! Y ¿para qué, si se muere ese hijo tan querido y no hay resurrección? ¿Valió la pena? No. Es para desesperarse.

En cambio, si hay resurrección, la muerte de los seres queridos nos entristece, pero no nos desesperamos porque sabemos que en la resurrección recuperamos a esos hijos, a esos padres, a ese esposo o esposa que murió. Entonces el amor no desaparece, es eterno y sí vale la pena amar. El amor no se desperdicia, no cae en el vacío. El amor tiene sentido. El amor da sentido a la vida.

Otra cosa, si no hay resurrección, ¿para qué engendrar hijos? ¿Para que sufran y se mueran y ahí acabe todo? No. Sería una crueldad.

Por eso los filósofos ateos defienden el suicidio: “Cuando la vida es un tormento -dicen-, el suicidio es un deber”. Y de hecho, está comprobado que los no creyentes o los no cristianos, se suicidan más que los cristianos.

Tiene lógica: Si no hay resurrección, ¿para qué seguir sufriendo?

En cambio, sabemos que hay vida eterna con Cristo resucitado: una vida inmensamente feliz con Dios, con nuestros seres queridos, y con todos los santos y bienaventurados.

Entonces es posible incluso soportar con serenidad las contrariedades de la vida porque sabemos que son pasajeras y que finalmente seremos recompensados.

Entonces sí se hace posible entregar la vida para hacer el bien. Entregar la vida por amor, por los demás.

Comprendemos ahora que tenemos muchas razones para celebrar la fiesta de Pascua. Estamos alegres y felices porque, ‘por dicha’, Cristo ha resucitado.

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