soledad Cuando el niño es pequeño necesita hacer la experiencia de ser amado de manera incondicional, por el solo hecho de ser hijo. El amor con que es recibido, atendido y educado le hace comprender que él mismo es valioso.

¿Qué decir entonces del niño que llega al mundo en un entorno hostil, en el que las diversas formas de abandono, cuando no la violencia o el abuso, se hacen presentes en su vida?
Por dicha hay una paternidad –la paternidad de Dios-, que precede incluso a la relación con papá y mamá y que confiere un sentido positivo a la persona y la reviste de una dignidad y un valor que nada ni nadie le podrá arrebatar, aunque uno sea tratado injustamente.
Pero, si no conocen a Dios, estos niños y jóvenes, que llevan una herida profunda en su ser, desarrollan sentimientos de vergüenza, rencor, temor y una necesidad de poseer, que no saben interpretar, y que dificultan las relaciones que tanto anhelan vivir. El deseo de conquistar y seducir proviene de la necesidad propia del adolescente de comprobar su capacidad para ser amado e incluso de ser preferido por alguien. Y es algo sano y normal en ese momento evolutivo. Pero ese deseo se ve incrementado, a veces de modo desordenado, si existe una autoestima débilmente cimentada.
“No olvidemos –escribe Mons. Munilla- que la autoestima no proviene de hacer muchas cosas, ni de lograr éxitos, ni de la apariencia física, sino de saberse amado. Sin duda alguna, uno de los motivos principales de la falta de autoestima en nuestra cultura, es la crisis de la familia, unida a la falta de conciencia del amor personal e incondicional que Dios nos tiene. Y por ello, el anuncio del infinito amor de Dios a cada persona, está llamado a ser la columna vertebral de la Evangelización de los jóvenes”.
No hay nada que pacifique más el corazón humano que tener esta certeza: soy importante para Dios y Él me abraza con su cuerpo que es la comunidad eclesial. Quien va descubriendo a Dios en el centro de su vida afectiva, puede ordenar también el natural deseo y la aspiración de encontrar aquel amor exclusivo, que es el propio de la relación esponsal. Y lo busca, pero ya no con urgencia y desesperación, sino con la serenidad de saber que, de todos modos, su vida tiene sentido.
El cristiano es una persona que ha conocido el amor de Dios y ha creído en él (1Jn 4,16). El cristiano tiene un corazón enamorado. Los sentimientos de ternura, de ser importante para alguien; el deseo sexual y el deseo de trasmitir la vida, son todos ellos sanos y positivos, propios de un corazón que siente que necesita de alguien más, ya que el propio ser es incapaz para dar respuesta a todas sus necesidades; y se abre con naturalidad a una realidad más grande (Dios), en la que satisfacer estos anhelos.
¿Por qué el ser humano es un insatisfecho? ¿Por qué nada puede colmar totalmente su deseo de ser feliz? Lo dice San Agustín: “Nos has creado Señor, para ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Esta cultura nuestra, que alienta placeres inmediatos y desconectados del sentido trascendente de la vida, además de entrañar riesgos para la salud física, genera desesperanza al considerar el amor estable y fiel como una empresa imposible.
Para descubrir el sentido de la vida, es preciso, antes, saber lo que de verdad hace feliz al ser humano: ser querido con misericordia; con un amor que abraza incondicionalmente nuestra pobreza y nuestros límites, que nos dice que no estamos determinados por los errores cometidos, que nos perdona, nos devuelve la dignidad perdida y nos anima a emprender cada día de nuevo el camino de maduración que es la propia vida.
No hay como conocer y experimentar el amor de Dios para levantar la autoestima.

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