La anemia espiritual es propia de quien no le halla gusto a lo religioso. A lo mejor la persona es practicante de alguna religión pero a nivel epidérmico, de costumbre. Fotografía: Cathopic - Francisco Ortega Hay hambres y hambres. Esas imágenes impactantes de gente enflaquecida en países miserables hurgando en busca de algo con que calmar su hambre. Y el contraste chocante de fiestas descomunales de gente superrica. Algo anda mal, muy mal en este mundo tan injustamente desigual.

Se da también la anemia espiritual, propia de quien no le halla gusto a lo religioso. A lo mejor la persona es practicante de alguna religión pero a nivel epidérmico, de costumbre. Una práctica religiosa que no alimenta, cobertura formal para “quedar bien con Dios.” Una experiencia religiosa insulsa, moralística, tristona.

La genuina religión parte de una experiencia vital: Dios es Padre que nos cuida con mirada amorosa, cálida. Un Dios con corazón materno. Entonces, la oración va más allá de fórmulas y ritos, y se convierte en una experiencia de amor agradecido.

Cuando dos se quieren, disfrutan estar juntos. Igual pasa con nuestro Padre celestial. Quien ha madurado en su experiencia religiosa busca esos momentos de intimidad que llamamos oración. Sabe encontrar tiempos vitales en su vida diaria para un encuentro desahogado con su Padre.

Hasta los no creyentes reconocen la importancia de reservar espacios y tiempos para la meditación. Cultivar el silencio interior es saludable. Se gana en serenidad, paz, descanso. Simplemente encontrarse con uno mismo, lejos de las distracciones externas o internas.

Los recursos tecnológicos a nuestro alcance son una maravilla. La música, las redes sociales, el cine son dones de Dios que el ingenio humano nos está proporcionando. Pero su consumo abusivo nos daña porque nos dispersa, nos distrae, empobrece nuestra vida interior, nos aturde y enajena. Se vuelven una adicción malsana.

Como recurso sensato, conviene aprender a apagar esos artilugios comunicativos para recuperar el silencio. Silencio que no significa no hacer nada, sino disfrutar de nuestra vida interior. Quienes practican el yoga saben lo beneficioso de este aparente no hacer nada. Nosotros los cristianos lo llamamos meditación.

Regresar a casa después del trajín diario puede ser la ocasión oportuna para reservarnos esos momentos de silencio, de paz, de comunión con Dios.

Y una recomendación final. Disfrute de la música clásica. Si todavía no es asiduo a escucharla, comience ya. Perciba el sonido de cada instrumento de la orquesta. Capte las melodías que se entrecruzan. Familiarícese con los motivos musicales recurrentes. Un concierto bien vivido es un formidable baño espiritual.

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