Misiones salesianas. Tenía una idea vaga de la ubicación de esta comunidad qeqchí. De modo que enviaron un hombre, un joven y un niño como guías.

Había llovido toda la noche, así que el estrecho camino estaba lleno de charcos de agua sucia. Era un camino de infinitas vueltas e infinitos baches. Yo he “heredado” un pick up Mitsubishi casi nuevo, poderoso y con un resortaje envidiable. Será mi caballo de batallas para los múltiples viajes a comunidades que me esperan.

 

Manejar por ese camino era como viajar en barca con mar picado. El pick up, engranado en las cuatro llantas, cabeceaba en toda dirección. Buena gimnasia para mi viejo cuerpo.

 

Ese bailoteo continuo quedaba compensado con la poesía vegetal que iba encontrando: pinares y más pinares. Verde y más verde. Algunos parajes merecían una foto, que no tomé por no habérseme ocurrido llevar la cámara. Olvidé el consejo para aprendices de fotógrafo: “Si quieres tomar una buena foto, lleva la cámara.”

 

El viaje tardó una hora; a mí me pareció más. La ermita, sencilla, amplia, bien construida, queda a la orilla del camino. Todavía no había llegado la mayoría de los vecinos. Me recibieron con una cordialidad encantadora, a pesar de que no me conocían. Primero, invitación a la cocina comunitaria, cerca de la iglesia, para un desayuno. Yo había desayunado antes de salir. Pero había que honrar la invitación. La oferta era abundante, mi apetito escaso. Apuré un vaso de café acompañado de una tortilla con huevo revuelto. Tragué todo de prisa, porque el humo del fogón invadía la cocina y me hizo llorar.

 

Al salir, con los ojos recuperándose del humo, comencé a repartir saludos y apretones de manos a cuanta persona se me ponía delante: ancianos, niños, mujeres, jóvenes… Todos me devolvían sonrisas emanadas de corazones claros como el nombre de la comunidad.

 

En espera de que llegaran todos los faltantes, dediqué media hora a confesar. Penitentes no faltaron. Los mayores tienen el privilegio de pasar primero. De modo que no pude confesar a jóvenes ni a niños.

 

Empezamos la misa. Ritos pausados. Muchos ministros: músicos, lectores, ministros de la eucaristía, mayordomos. Duración: hora y media. La gente asiste y reza con intensa devoción.

 

Finalizada la misa, vino la invitación al almuerzo. En el patio frente a la iglesia estaban colocadas dos largas mesas preparadas para todo el mundo. Cada quien recibía su porción, y a comer donde pudiera.

 

A mí y a los mayordomos, ancianos y otros personajes ilustres nos invitaron a un salón lateral. Las dos mesas estrechas no pudieron con el grupo de invitados. Así, apretujados, se nos sirvió el caldo de gallina. Una canasta llena de gigantescas tortillas estaba a disposición de los comensales. Mi porción era especial: pollo asado, pues el padre no puede comer grasa. Mis dos desayunos me impidieron entrarle fuerte al abundante plato.

 

Era hora de regresar. El pick up se llenó de pasajeros hasta más no poder. La oportunidad de acortar su caminata les venía de perlas a quienes irían en la misma dirección mía. Con ese excesivo cargamento humano y el ondulante camino, tuve que extremar las precauciones. Gracias a Dios, poco a poco se fueron bajando, y aliviándose la sobrecarga.

 

El regreso resultó más complicado de lo que me imaginaba. Fui encontrando camiones que regresaban de la ciudad llevando pasajeros y mercadería. Era un lío dar paso. Mi carro, por ser más pequeño, debía retroceder ante esos camiones que avanzaban tambaleantes. No me hacía gracia retrocerder guiándome por los espejos laterales. Creo que di un poco de lástima a esos choferes avezados. Al final, lograba orillarme para que el camión pasara a milímetros de mi nuevecito carro. Pufff.

 

Llegado a casa, bajo del pick up y entonces me doy cuenta de la obra de arte que ha hecho la naturaleza sobre mi pobre carro. Enlodado de arriba abajo, pero con arte. Me parecía un bello dibujo abstracto de esos que valen millones de dólares. Lástima que tengamos que lavarlo.

 

Al entrar en nuestra comunidad, recordé aquel salmo: Señor, me has dado un lote hermoso; me encanta mi heredad.

 

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