Ojos infantiles. La Parroquia María Auxiliadora, en San Salvador, tiene un bello jardín, herencia de cuando el seminario salesiano funcionaba en el edificio adjunto a la magnífica iglesia.

 

El jardín está formado por cuatro cuadrantes alfombrados de una verde grama nítidamente recortada que invita a tenderse de espaldas y disfrutar de la vista amplia del cielo.

Eso era lo que estaba haciendo una niña de unos cinco años de edad. Yo pasaba por allí con paso apresurado. Me llamó la atención verla tendida de espaldas, solita con todo el cuadrante exclusivamente para ella, vestida con un primoroso vestido que le sentaba bien.

A los niños los imagino corriendo, jugando, curioseando. Verla quietecita me pareció una actitud extraña en ella. No dormía, miraba muy despierta hacia arriba con mirada contemplativa.

Reparé en esa niña como algo poco usual y seguí mi paso apresurado. En eso oigo el grito de la niña: - Mami, vente aquí conmigo, mira qué lindo está el cielo.

Jamás hubiera imaginado una exclamación así de espontánea y pura en una niña tan chiquita. Su fina vocecita me hizo mirar instintivamente hacia el cielo. Sí, era cierto. El cielo lucía un azul intenso, despejado de toda nube. Era un cielo de noviembre, asombrosamente limpio.

Me quedé desconcertado. Cómo era posible que una niña tan pequeña pudiera apreciar la belleza del cielo con una devoción casi extática, mientras yo, enredado en las preocupaciones del oratorio, no me había percatado de esa maravilla celestial.

Moraleja: Abrir más los ojos y descubrir la belleza de lo creado, que está allí al alcance de nuestra curiosidad apagada.

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