Imágen de: Tony Tran -  flickr Free Oratorio, domingo, 11.00 am. Estoy en el pasillo que divide los dos campos de futbol sala. Un pasillo angosto atestado de pequeños jugadores que esperan su turno para jugar. También hay mamás que apoyan a sus hijos. Y adultos dirigentes de equipos. Y los animadores del oratorio. Es un trajín de gente que va y viene.

Estoy sentado en un banquillo de plástico, mirando a través de la malla metálica el intenso juego de futbol de los pequeños. Disfruto al ver la energía y habilidad de esos niños elásticos, que ruedan por el suelo como si nada y juegan con elegancia inteligente.

Un niño de unos doce años llega a mi lado para ver la partida. Espera su turno de juego. De repente, como si hablara para sí mismo, le oigo decir: Cómo me duele el estómago. Le pregunto qué le pasa. – Es que no he comido nada hoy. Saco una moneda de dólar de mi pantalón y lo animo a comprar alguna golosina. Poca cosa podrá comprar con un dólar.

El muchacho se aleja y yo me olvido de él. Al rato, regresa a mi lado. Trae una bolsita de plástico llena de delgadas y duras tiras de plátano fritas. Me extiende la mano con el vuelto: 75 centavos. Lo miro extrañado: -¿Solo eso compraste?. Hace un gesto afirmativo. Lo animo a que vaya a comprar algo más con el resto del dinerillo. –No, gracias, esto es suficiente.

Se niega a recibir el dinero sobrante. Yo me quedo desconcertado. Por un lado, me preocupa que tan poca cosa sirva para calmar los reclamos de su estómago. Por otro lado, admiro la nobleza del niño que regresa agradecido a devolverme el dinero sobrante. Jamás hubiera esperado un gesto así.

En un ambiente donde es normal la trampa, el engaño, la maniobra clandestina, aparece este niño como un extraterrestre. ¿O será que tengo los ojos turbios, que me impiden ver la nobleza de estos niños y jóvenes criados en ambientes rudos, pero con un conmovedor fondo de bondad en el corazón?

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