El oratorio. ¿Qué les mueve a los treinta animadores del Oratorio a presentarse tempranito cada domingo para recibir la oleada de niños, adolescentes y jóvenes que llegan con las energías tensas en espera del soñado partido de fútbol rápido?

El domingo es para dormir horas extra, tomar las cosas con calma, salir a pasear. Estos animadores andan en otra onda. Algunos deben madrugar, pues viven lejos. Y estarán en el Oratorio hasta mediodía, soportando el calor del asfalto y las reverberaciones de las canchas sintéticas.

Entre ellos hay de todo: mujeres y hombres, jóvenes y adultos, universitarios, profesionales, obreros, amas de casa.

Su identidad común: la vocación salesiana que los apasiona por servir a estos niños y jóvenes que acuden alegremente cada domingo como a su casa.

La alegría salesiana se traduce en apretones de mano, abrazos, bromas, sonrisas frescas. Es la traducción del slogan de Don Bosco: “No basta amar a los muchachos; ellos deben sentirse amados”.

Algunos de estos colaboradores llevan más de una decena de años en ese sacrificado servicio. Otros acaban de comenzar. Cada poco aparece uno nuevo con cara de despistado queriendo servir sin saber exactamente en qué.

Unos barren. Otros ordenan las numerosas sillas plásticas. Los músicos conectan sus guitarras y comienzan a afinarlas. El equipo litúrgico corre organizando acólitos, lectores y otros pequeños servicios. En la cocina están preparando el refrigerio para los chicos. Los veteranos traen el orden de los encuentros a jugar. Los dos árbitros, padre e hijo, con sus rostros solemnes, herméticos, inescrutables.

El momento de la catequesis tiene algo de caótico. Uno o dos catequistas por equipo se dispersan por escaleras, patios y rincones. Esos catequistas son fabulosos en su creatividad. Es una delicia pasear la mirada por esos pequeños círculos de jugadores que absorben con atención el mensaje cristiano. El arte de dosificar el mensaje de Jesús en esos corazones poco cultivados mediante juegos, oración sencilla y mucho calor humano.

Después de la catequesis, vuelta al salón, donde se imparte las últimas instrucciones sobre la jornada deportiva. Luego, el refrigerio, con la larga fila de ávidos jugadores haciendo trampa por colarse en un amistoso desorden. Ávidos del modesto refrigerio, pero sobre todo ávidos de comenzar el soñado encuentro de futbol.

Como ángeles de la guarda, los animadores estarán toda la mañana cerca de sus muchachos, animándolos en sus fogosas partidas de futbol, botiquín en mano para los infaltables lesionados, corrigiendo con bondad las palabrotas groseras que se escapan al calor del juego, listos para intervenir cuando hay amagos de bronca deportiva.

Estos animadores de Oratorio me merecen mi mayor respeto y admiración. Al lado de ellos estoy aprendiendo a ser salesiano. Imaginarse, aprendiendo a ser salesiano en la parte final de mi vida.

Nota. Hablo del Oratorio dominical. Pero la escena se repite el sábado por la tarde con un equipo diferente de animadores.

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