Parroquia María Auxiliadora en una de sus noches con Don Bosco. El regusto que me ha dejado la celebración de la fiesta de Don Bosco creo que me durará por buen tiempo. En realidad, disfruté a medias los sucesivos eventos de la novena y fiesta. Cada día de la novena había una encuentro festivo después de la misa de la tarde. Adultos y jóvenes se repartieron la organización de estos alegres encuentros que tenían lugar en el patio adjunto a la iglesia.

Mi mala suerte hizo que me asignaran la siguiente misa después de la novena. Eso me obligaba a simular concentración piadosa, pues, por más que se cerraba la puerta lateral, el ruido festivo de la música y las voces lograba colarse hasta el interior del templo. De modo que ni celebraba con devoción ni participaba en el jolgorio salesiano.

Así me perdí de los saltimbanquis y zancos, la lotería salesiana y la copa del conocimiento, la batucada, la torre de mensajes y muchas locuras más. Cuando terminaba mi perturbada misa, la juerga juvenil estaba menguando.

El 31 de enero decidí participar en la procesión, que se anunciaba original. El recorrido sería corto, pues quedaba en sándwich entre dos misas. Quería ver por mí mismo lo que los grupos habían preparado a lo largo de la peregrinación de la imagen de Don Bosco. El rumor era que habría sorpresas.

El hombre propone y Dios dispone. A las 4.00 pm se me ocurrió meterme en un confesonario para atender a los fieles devotos de nuestro santo que estaban ansiosos por ganar el jubileo propio de la fiesta. “Con que confiese una hora será suficiente”, pensé para mis adentros.

Terminó la humilde misa de las cuatro de la tarde y pronto comenzaría la tan ansiada procesión. La fila de penitentes en vez de disminuir, aumentaba. No tuve corazón para dejarlos enredados en sus pecados. La bulla alegre y piadosa con que arrancó la procesión me dejó algo frustrado, pues comencé a sospechar de que esa procesión no sería para mí.

“En la gran misa sí quiero participar”, pensaba. Nada menos que el arzobispo la iba a presidir. Cuando quise levantarme del confesonario, vi las caras alarmadas de los pacientes penitentes. Volví a sentarme y comencé a repartir absoluciones por la vía rápida.

La gran misa, con arzobispo, coro, mil monaguillos y ministros a granel quedó con un puesto vacante, el mío. La fila de penitentes no disminuía. Para entonces ya estaba resignado…y cansado. Cómo iba yo a defraudar a toda esa gente que quería reconciliarse con Dios precisamente el día de san Juan Bosco. Me armé de estoicismo y resignación para atender a toda esa gente en busca de desahogo, consuelo, perdón, consejo.

Total, que fue hasta las ocho de la noche que se diluyó la fila de penitentes. No podía creer que nadie más llegara a confesarse. Con paso de fatiga y la cabeza pesada, me fui a cenar. Fue entonces que estalló el juego de luces y pólvora frente a la iglesia. Desde la ventana del comedor podía ver algo del maravilloso despliegue de color contra el cielo oscuro. Pero ya no tenía valor ni ganas de desandar el camino y unirme a la multitud con sus oooooh y aaaaaah ante cada sorpresa del mágico espectáculo. Resignado, consumí un sándwich apresurado en la soledad de nuestro comedor.

Pero íntimamente me alegraba con Don Bosco que ha encontrado un sitio cálido en el corazón de esta multitud amiga.

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