Un corte diferente. A nivel parroquial atendemos los Talleres de Capacitación que el Instituto de Formación Profesional de Honduras certifica en una de nuestras instalaciones. Allí podemos compartir con los jóvenes -y los no tan jóvenes- el deseo de superarse y seguir adelante pese a las dificultades.

Personalmente he agradecido mucho el hecho de que ellos se abran y se presten a compartir las experiencias que los han llevado allí y el deseo fuerte que tienen de salir de la problemática y ser agentes de cambio. Ha habido muchas experiencias y anécdotas en esos talleres durante estos pocos meses, pero quiero plasmar por escrito una que me “movió el piso” y me ha dejado con el deseo de compartirla a aquellos que trabajan con jóvenes.

Ya que los tirocinantes que trabajamos en la Parroquia tenemos asignada la formación humana para estos jóvenes, nos dirigimos a los talleres con el Hno. Eduardo, como es costumbre, los miércoles después de almuerzo. Él tiene asignados los jóvenes que están en barbería y yo a las jóvenes que están en panadería. Sin embargo, ese miércoles, los alumnos de panadería no estaban, así que tenía libre ese momento. Viendo las circunstancias, y dándome cuenta de que ya tenía el cabello largo, decidí preguntarle a la instructora si estaba disponible para recortarlo. Ella, con la amabilidad del caso me dijo: “con mucho gusto, pero...” Supuse, hasta allí, que no iba a ser posible en el momento. Pero ella prosiguió: “¿qué le parece si se lo corta uno de los muchachos?” Yo, como es de esperarse, me quedé paralizado ante la propuesta, pues la hizo frente de ellos. Hubo silencio y se quedaron viendo mi reacción. En el momento pensé muchas cosas: “¿qué hice? Quién sabe cómo me van a dejar”, “si les digo que no, van a creer que no confío en ellos, y si yo no lo hago, ¿cómo se van a sentir en su próxima práctica de campo?” Sonreí y accedí, con temor y temblor. De entre los muchachos que escucharon la propuesta, se levantó uno entusiasmado y dijo sonriente: “si quiere, lo hago yo...” y me vuelve a ver. Yo lo veo y le digo: “Ánimo. Mirá que no a cualquiera le confío esto.” Y nos reímos.

Una vez sentado, los dos caímos en cuenta de lo nerviosos que estábamos. Yo no debía transmitirle nervios, así que le hice una pequeña broma que fue suficiente para tomar confianza y empezar así la ardua labor en mi enredado y rebelde cabello. Debido a mi nivel alto de miopía y astigmatismo, cuando me quité los anteojos, no podía distinguir nada en el espejo; entonces, dándome ánimos, me dije: “que sea lo que Dios quiera, igual, volverá a crecer”. Le pregunto su nombre, a lo que me responde: “Me llamo Caleth; así con t-h”. Empezando así una conversación que se extendió durante toda la hora que le tomó cortarme el cabello. Mientras le temblaba la mano con que agarraba el peine, me hacía preguntas de mi familia, de mi país, del proceso formativo, de la Iglesia... fue un interrogatorio muy ameno, pues él hacía un comentario gracioso a cada historia que le contaba. Varias veces se le cayó el peine, y me volvía a ver avergonzado; yo sonreía y le decía: “disculpá, mi pelo es rebelde con el peine... te lo está tirando.” Y el seguía con una sonrisa su trabajo.

Mientras esto ocurría, él me contó la historia de su vida: abandonado por papá y mamá y atendido únicamente por la abuela. Vivía con sus dos hermanos, y una tía en Estados Unidos era quien le facilitaba, a través de remesas, el dinero para solventar sus estudios. Había querido ir a ese taller para montar una barbería en compañía de otros compañeros, mientras ahorraba lo suficiente para, al graduarse del colegio, poder entrar a la facultad de medicina. “A mí siempre me ha gustado ayudar. A mí me ayudaron, ¿por qué yo no debo ayudar? Mi mayor recompensa al terminar de cortarle el pelo a un niño cuyos papás no tenían el dinero para pagar un barbero es ver la sonrisa que les sale en el rostro.” Yo me quedé sorprendido ante la profundidad de su reflexión y la serenidad con la que me comentaba su pasado y sus planes a futuro. “A mí me abandonó mi papá”, me dijo – “A mí también”, le respondí, a lo que se quedó serio, dejó las tijeras y me dijo: “¿Verdad que Dios nunca nos deja solos?” – “Así es”, le respondí, y siguió su labor con más tranquilidad.
Cuando nos adentramos al tema de la vida en el seminario y mi discernimiento vocacional, me dice: “Suena muy bonito, y me alegra que haya gente que se entregue a eso. Me imagino que lo más importante para ustedes es querer a todo mundo. Si no hay amor en ustedes, nadie va a creer que Dios lo ama a uno.” Ante esas palabras me quedé congelado. Toda la teología de la vida comunitaria condensada en una sencilla frase del joven barbero de quince años. “Sí, -le dije- esa es nuestra tarea.” Volvió a poner un semblante serio y me dice en voz baja: “No se canse, porque hay muchos jóvenes que tienen que darse cuenta de que Dios los ama.” Sentía cómo mi corazón palpitaba más rápido ante esa sentencia... descubrí que el mismo Dios quien me lo estaba diciendo.
Cuando, luego de un buen tiempo, me dijo: “póngase los lentes y vea cómo va quedando”, me vi al espejo, y me di cuenta de que me había dejado un corte al estilo que él está acostumbrado, más a la moda. Pero, lo había dejado muy bien. La paciencia y la precisión con la que había trabajado, quedaban evidentes en el corte. Me sentí muy contento y lo felicité. Me respondió en voz baja: “si usted no hubiera confiado en mí, no lo habría logrado.” Yo le di un abrazo y lo animé a seguir adelante. La instructora me dijo: “¿qué le pareció?”, los que estaban cerca volvieron a ver mi “calificación” y le dije: “quedó perfecto”. Caleth se sonrió, bajó la mirada, suspiró, y fue a traer la escoba.
Recordé, mientras estaba allí sentado, en la ocasión en que el mismo Don Bosco se ofreció para que un muchacho del oratorio le hiciera la barba. Experimenté algo similar, y concluí con la certeza de que los jóvenes son capaces de hacer cosas grandes, si se confía en ellos, si se les acompaña, si se les escucha y, sobre todo, si les ayudamos a descubrir “la fibra de bien” que todos tienen. Ahora, cuando me veo el cabello, se me vienen a la mente esas sabias palabras: “No se canse, no se canse...”
Y todo esto, al día siguiente de celebrar a San José, obrero. ¡Providencia!

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