Humildad. BS CAM “Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado la humillación de su esclava”


(Lc. 1, 46-47)

Cuando nos adentramos en el estudio de Dios, descubrimos que Él, en su plan de salvación, ha querido siempre manifestarse como alguien que ama y es cercano. En el libro de Deuteronomio vemos cómo el pueblo reconoce la cercanía de Dios: “¿Existe acaso una nación tan grande que tenga sus dioses cerca de ella, como el Señor nuestro Dios, está cerca de nosotros siempre que lo invocamos?” (4, 7). La cercanía de Dios al pueblo era motivo de orgullo para ellos y era signo del deseo de Dios de manifestarse cariñosamente a todos.

Esta cercanía de Dios se manifestaba en la debilidad de la humanidad. Es decir, en su deseo amoroso por salvarnos, se vale de personas que, aún en medio de las dificultades y pecados, transmiten la Buena Nueva. Vemos, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, cómo se vale de los patriarcas, los profetas, los jueces y los reyes para comunicar al pueblo cómo debían comportarse para cumplir la Alianza. Entre esos personajes había algunos que tenían graves faltas, pero, reconociendo su pecado, se abrían a la Misericordia de Dios y manifestaban a los demás cuán grande y cercano es su Dios.

Esto demuestra que la actitud principal para poder acercarse a Dios es la humildad. Solo las personas humildes son capaces de reconocer a Dios como Dios, es decir que esa virtud aleja las pretensiones de creernos superiores o mejores que los demás; nos quita de aquel horrible vicio de “idolatrarnos a nosotros mismos”. La humildad “es andar en verdad”, decía Santa Teresa de Ávila. Es decir que, al cultivar dicha virtud, la persona se reconoce como una criatura, no como un dios. Se reconoce como una criatura amada y querida por Dios. La humildad es saber distinguir las grandezas que Dios hace en nosotros y, al mismo tiempo, las limitaciones que todo ser humano tiene. Esto ayuda a potenciar aquellos dones que tenemos y a trabajar en aquello que nos quita la felicidad y nos aleja de los demás.

Hasta aquí, vemos cómo en cualquier vocación tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la persona elegida no era alguien que a los ojos de los demás “valiera la pena”. Vemos, por ejemplo, cómo Dios eligió a Moisés, el “rescatado de las aguas” para liberar al pueblo de Egipto (Éx. 3), o bien, cómo fue la elección y unción del rey David, “el más pequeño de los hermanos que se encontraba pastoreando las ovejas” (1 Sam 16, 11), o el caso de Jeremías que repuso al Señor que “era muy joven e incapaz de hablar” (Jer. 1, 4-10). Dios elige a los pequeños para manifestar sus maravillas. Pequeños a los ojos del mundo, pero de corazón grande, pues estaban abierto a hacer, en cualquier caso, la voluntad de Dios, aún en medio de las dificultades y las críticas.

Ya en la Nueva Alianza, el Hijo de Dios, Jesús, nace pobre en un pesebre, vive como cualquier otro paisano y muere desnudo en una cruz. “El Verbo se hizo carne”, empieza diciendo Juan en su Evangelio, pues reconoce que en ese misterio está de manifiesto la voluntad de Dios en hacerse siempre cercano a los seres humanos. No quiere salvarnos “a distancia”, sino que asume nuestra humanidad, nuestros dolores y fatigas, alegrías y penas, para poder reconocerlo mejor y saber que él, que vivió entre nosotros, es el Camino, la Verdad y la Vida. Jesús es el modelo para todos de la humildad querida por Dios. Basta recordar aquella angustiosa oración en el Huerto de los Olivos: “Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.” (Mt. 26,39) En medio de la confusión y el dolor, él sigue reconociendo que Dios Padre quiere salvarnos a todos, aunque el precio de eso sea una muerte “deshonrosa”. Jesús, el Verbo encarnado, se humilla al punto de morir por nosotros en una cruz, y es allí donde vence al pecado y al mal; es muriendo en el árbol de la cruz donde manifiesta las grandezas de Dios. El mismo Jesús, llega a decir: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11, 29), colocándose de ese modo en el modelo perfecto de humildad y sencillez.

La Virgen María, la reina de la humildad

Continuando en el Nuevo Testamento, nos encontramos con “la más pura de todas las criaturas”: la Virgen María, la madre de Jesús. Vemos en el relato de la Anunciación (Lc. 1, 26-37) cómo ella, reconociéndose pequeña ante la inmensidad de Dios, acepta hacer en su vida Su Voluntad, aún sin entenderla totalmente. Luego de eso, al visitar a su pariente Isabel, exclama aquel hermoso cántico: el Magníficat (Lc. 1, 46-55). En dicho cántico, ella reconoce la grandeza de Dios en su vida y cómo, desde su pequeñez y sencillez, le permite a su Señor hacer con ella lo que mejor le parezca. La humildad de María la lleva a servir más auténticamente al Señor, en el servicio desinteresado a los demás y en la escucha atenta a Su Palabra. Ella es capaz de ser parte importante en el Plan de la Salvación, porque se hizo pequeña ante los ojos de Dios.

Sin embargo, la pequeñez de María no es signo de debilidad o de mediocridad, sino más bien es signo de fortaleza, disciplina y determinación. Solo quien ama de verdad, solo quien reconoce que es una criatura amada por Dios, solo quien es capaz de dejarse transformar, es alguien fuerte y valiente. La humildad de María la lleva a interceder por aquella pareja de novios que “no tenían vino” (Jn. 2, 1-12), porque reconoce que, siendo humilde ante Dios, puede alcanzar de él grandes maravillas. Y, al mismo tiempo, la fuerza del amor y de la humildad la llevan a estar “de pie junto a la cruz” (Jn. 19, 25), porque, aún sin entender qué ocurría, sabía que, en medio del dolor, Dios estaría haciendo “grandes proezas”. La humildad, por tanto, es fortaleza, gratitud y amor desinteresado.

La Virgen María en su papel de intercesora también se hace cercana a las diferentes culturas y pueblos. “La Virgen camina en los pasillos de las casas salesianas. Ella está aquí.” repetía continuamente Don Bosco a sus salesianos. Es en esa humildad que la caracteriza donde logra abrirnos un espacio en su corazón y llevar nuestras intenciones a Jesús, su Hijo.

“Juanito, hazte humilde, fuerte y robusto”

Avanzando bastante en el tiempo, nos encontramos con la figura de San Juan Bosco, aquel campesino que soñó a una majestuosa mujer que le invitaba a ser “humilde”, para poder comprender porqué las bestias se convertían en mansos corderos. Juanito, en medio de las pobrezas típicas del campesino de Italia en la época posterior a las guerras ocasionadas por Napoleón, en medio de sequías y dolores, logra dejarse enamorar de Dios y llevar a más personas, el mensaje de amor que trae consigo el Reino de los Cielos.

Huérfano de padre, con dificultades para estudiar, con un hermano tosco, con un carácter duro, con la pobreza y con el trabajo agotador del campo, logra encontrar siempre la voluntad de Dios, y cumple lo que se prometía cuando veía a los sacerdotes de su época: “yo no quiero ser como ellos; quiero que los jóvenes se acerquen y pueda conversar con todos”. Aquel muchachito malabarista se convierte luego en un gran pastor de almas, un sediento de hacer la voluntad de Dios y en un maestro y amigo para los jóvenes. Seguimos descubriendo que aún, muchos siglos después de la venida de Jesús, aquellas personas que se reconocen pequeñas ante Dios, pero dichosas porque saben que Dios las ama, son aquellas que manifiestan a los demás las grandezas de ese Dios que experimentan. Don Bosco nos enseña que la humildad no es andar con la cabeza abajo, con un desánimo permanente, o una baja autoestima. No. La humildad es saber qué podemos ofrecer a los demás para acercarlos más a Dios y hacerlo con valentía, reconociendo también nuestras limitaciones.

Dicho ejemplo lo valoran sus jóvenes. Entre ellos podemos rescatar a Domingo Savio. Este muchacho, proveniente de un pueblo cercano a donde estaba el Oratorio de Don Bosco, sabe que la santidad es una llamada para todos, y descubre que la santidad es felicidad en el cumplimiento del deber. Él llega a expresarle a Don Bosco: “Yo soy la tela y usted el sastre. Hagamos un lindo traje para el Señor.” Esa frase denota cómo la actitud de la humildad nos lleva a dejarnos formar y a ser moldeables para cambiar aquello que no está bien en nosotros y potenciar aquello que tenemos: la gracia de ser hijos de Dios. Domingo Savio, el pequeñín del oratorio, logra alcanzar la deseada santidad, porque aprendió que en la vida lo importante es ser felices en la búsqueda continua de la voluntad de Dios.

Entonces, al hacer un recuento de cómo la humildad es importante en nuestra vida de cristianos y ver los modelos claros de cómo esto es posible, vale la pena preguntarnos:

- ¿Reconozco las maravillas que Dios ha hecho en mi vida?
- ¿Reconozco y fortalezco los dones que Dios me ha dado para el servicio a los demás?
- ¿Sé en qué actitudes debo mejorar para poder encontrarme mejor con Dios y con los hermanos?
- ¿Estoy confundido y creo que, por mi condición de “pequeñez” o “pobreza” no puedo aportar nada a mi comunidad?
- ¿Confundo la humildad con la mediocridad?
- ¿Estoy dispuesto a pedir la intercesión de María Santísima y de San Juan Bosco para alcanzar la completa disponibilidad a la voluntad de Dios?
- ¿Soy consciente de que Dios “se fija en los humildes para confundir a los fuertes”? ¿Qué sentido tiene eso en mi vida?

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