El corazón es un cofre mágico. Siempre he tenido la costumbre de guardar aquellas cosas sencillas pero que tienen algún significado para mí. Dos cajas de zapatos guardan mis tesoros.

En una está el elefantito celeste que era el más valioso de mi granja de animales de plástico, las piedras redondas que recogía en casa de mis abuelos, la conchita que el mar me obsequió la primera vez que nos conocimos, un diente de leche, una crayola verde y varios artilugios más que me remiten a la época mágica de mi infancia.

 

En la segunda cajita se encuentran los recuerdos desde mi “Yo” adolescente hasta el día de hoy. Ahí reposan algunas cartas con promesas de amistad para siempre, recuerdos significativos de momentos de algunos retiros, el comprobante de inscripción de materias del primer ciclo de la universidad, la ficha para la defensa del último trabajo de graduación de la carrera, la viñeta que colgaba de mi cámara digital,  velas que decoraron algunos pasteles de cumpleaños, recibos de entradas al cine y varios papelitos más que guardo porque vienen de personas importantes en mi vida o que me recuerdan a momentos importantes.

 

Desempolvar mis recuerdos me hace pensar que si un par de cajas de zapatos pueden atesorar tantas cosas, cuántas cosas más atesora un corazón, que aunque pasen los años no envejece ni se deteriora.

 

Mi bisabuela murió a los 100 años y dos meses. A pesar de que la edad la hacía confundir los nombres de las personas y la época en que vivía, podía pasar horas sin que ningún titubeo interrumpiera el relato de los sacrificios que hizo su madre por darle educación, la historia de su primer amor, las demostraciones de cariño de sus alumnos cada 22 de junio, las travesuras inocentes de cada uno de sus diez hijos. El marcapaso que le colocaron a los 88 años no hizo que su corazón se volviera menos espacioso.

 

En mis “cofres” sólo hay piezas de algo o alguien, pero en el corazón atesoramos el rompecabezas entero. Ahí están las historias completas de amistades, de amores, de días buenos, de días malos, de momentos que marcan nuestra vida. Los recuerdos físicos se pierden o se deterioran y no podemos guardar en cajas de cartón los abrazos, los besos, las miradas…Eso le toca al corazón.

 

Para nosotros que, siguiendo el ideal de Don Bosco, trabajamos de cerca con niños y jóvenes quizá una de nuestras tareas más difíciles –pero más nobles y satisfactorias- sea dejar una huella positiva en sus corazones. Talvez ellos no podrán tener a la mano un baúl donde guardar el consejo acertado que les demos, la sonrisa comprensiva que les regalemos o la mañana de juegos que compartamos con ellos, pero sí tendrán un cofre que late a unas 72 veces por minuto para guardarnos a nosotros dentro de él.

 

Sería hermoso que nuestros nombres estén grabados en la zona VIP de las personas que se encuentran a nuestro alrededor, no para vanagloriarnos de que somos “very important people (personas muy importantes)”, sino porque después de todo, esta es la tarea no sólo de los que nos llamamos salesianos, sino de todo aquel que quiera ser un verdadero discípulo de Jesús.

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